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lunes, 21 de septiembre de 2015

Marcy (216)



Estaban ya en la autopista, cerca de la propiedad vinícola. Ya veían la vivienda, las naves, el porche, el camino y la verja de entrada.
–Si éste nos pregunta si entramos en el negocio, ¿qué decimos? –preguntó Raúl.
–Tú qué crees.
–Quizá nos haga falta algún terreno para el experimento, podemos escogerlo hoy mismo –dijo él, como por casualidad.
–Perfecto –respondió ella.
Llamó al timbre de la entrada y se abrió el portón metálico.
Se fijaron en que las vides ya tenían savia nueva en sus troncos retorcidos, hojitas pequeñas enganchadas a sus ramas.
Condujo despacio, por el camino recto, despacio, para poder contemplarlas a placer.
Aparcaron y salieron del vehículo.
En el porche un obrero, que Marcy conocía, estaba preparando pintura para la fachada de la vivienda, en un bote grande, mezclando una base de color blanco con un poco de azul, apenas un tenue velo de color que ni se percibía.
Cogió una brocha y dio unas pasadas en la pared.
–¿Le gusta el color, señorita? Queda muy bien con el rojo de la tierra.
–¡Me gusta mucho! ¡Me encanta! –respondió ella–. ¿Está Manele?
Antes de que el obrero contestara salió el heredero de la propiedad, acompañado de su novia, y saludaron a los recién llegados.
–Hay que renovarse –dijo Manele, observando el color nuevo.
Marcy le pidió la brocha al hombre, dio unas pasadas y se la devolvió a su dueño.
–A mí también me gusta ese tono –dijo Raúl.
–Y a mí –dijo la novia de Manele.
Pasaron uno tras otro al interior de la vivienda, dejando que afuera los viñedos continuaran con su trabajo silencioso, poderoso, milenario, dirigido por los ardientes rayos del sol.



FIN



lunes, 14 de septiembre de 2015

Marcy (215)




Al día siguiente se vistió su traje gris corto y ajustado, el de trabajo, y desayunó con sus hijos. Les acompañó hasta la parada del autobús y, de vuelta a su casa, compró unas flores blancas, entreveradas con ramas verdes, que estaban a la venta en un kiosco ambulante y las puso en un jarrón con agua sobre el buró de su pequeña oficina doméstica.
Había montado aquel rincón personal con el máximo cuidado, con aquel mueble, acompañado de una silla a juego y rodeado por los cuatro costados de su música, de sus libros, de sus pertenencias más personales.
La luz entraba a raudales por la ventana, iluminando la superficie del buró y el ramo de flores tan frescas, tan blancas, tan delicadas, que no podía apartar los ojos de ellas.
Tenía que organizarse.
En los últimos días habían ocurrido tantas cosas que se encontraba como si hubiera perdido el centro de gravedad.
Era urgente la preparación de la próxima clase el máster que tenía que dar en la facultad. Metió un disco en el ordenador y se concentró durante media hora. Después revisó documentación que había dejado desordenada y la metió en su cartera de trabajo.
Salía ya hacia su oficina del Zeol cuando recibió una llamada de Raul.
–Ya no está querida. Tu gestión fue efectiva cien por cien.
Si lo hubiera tenido delante se hubiera lanzado a él para comérselo.
Estaba tan nerviosa y tan contenta a la vez que casi se echa a llorar.
–¡Baja! –continuó él–. Te estoy esperando.
Ella colgó y cogió su maletín, y salió a la carrera.
Tenía la intuición de algo nuevo, de algo bueno. Su intuición nunca le había fallado.
Enfrente del portal de su bloque estaba aparcado un todo terreno y a su lado había un hombre tan atractivo que cualquier mujer se lo habría llevado sin preguntar.
Raúl le indicó, risueño.
–Vente a conocer el nuevo fichaje.
Ella se quedó patidifusa.
–¿Es tuyo?
–Es nuestro –respondió él–. ¡Sube!
Él abrió la portezuela del conductor y la miró.
–¿Conduzco yo? ¿Te atreves a que conduzca tu último juguete?
–Todo para usted, mademoiselle.
Ella se sentó al volante y él, a su lado, le dio unas mínimas indicaciones.
Cuando iba a girar la llave, Marcy le miró.
–Ahora sí que no habrá nada que nos detenga –dijo ella.
–¿Nos vamos hasta la finca? Luego volvemos y damos una vuelta por la oficina.
En pocos minutos conducía la máquina como una experta.
–No sabía que estuvieras pensando en esta clase de coche.
–¿No hacía falta para el desierto?
Ella le miró de nuevo y le sonrió cómplice.

–¡Ah, sí! Casi lo había olvidado.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Marcy (214)



Estaba loca por llegar a su casa y darse un buen baño de relajante.
En cuanto llegó, comprobó que no había nadie en casa, se sacó toda la ropa y las joyas y lanzó por el aire sus zapatos, a voleo. Abrió el grifo de la bañera a tope y, cuando se llenó, vertió un poco de aceite esencial.
Encendió su teléfono móvil y se sumergió hasta el cuello.
Pronto el aparato empezó a dar aviso de mensajes. Lo revisó y vio que tenía acumulados una barbaridad.
Sonó una llamada y la atendió, era Raúl.
–Querida, ¿dónde andabas? Me tenías muy preocupado.
–Aquí estoy, en casa, tomándome un baño. Acabo de llegar.
No quería darle detalles por teléfono.
–Ahora mismo me paso por ahí –dijo él.
Encendió el hidromasaje y se dejó llevar por las sensaciones que afloraban en su piel. Estaba tan agotada que casi se quedó dormida. Sonó el timbre de la puerta y saltó fuera de la bañera, chorreando, sobresaltada. Se pasó una toalla, a toda prisa, y se puso el albornoz.
Miró la pantalla del video portero.
–Qué bien, amor, ya estás aquí –dijo ella.
Y se dejó abrazar con fuerza por Raúl que la cerró entre sus brazos como si alguien fuera a llevársela.
–Dime qué es lo que has estado haciendo.
Se acercaron al sofá del salón y él se sentó. Ella se tumbó a su lado y puso su cabeza sobre las rodillas de él y los pies en alto, sobre el brazo del diván.
Él le acarició el pelo, haciendo ondas, peinándola con sus dedos.
–Déjame que te explique. Pero prohibido enfadarse, ¿vale?

Él la miró, intrigado, y la envolvió en sus maravillosos ojos de color verde oscuro, de tal manera que, si no tuviera que contarle lo sucedido, se hubiera dormido allí mismo, olvidada del mundo.