El Casino de Greda estaba caliente aquella
tarde. La mayoría de jugadores estaban concentrados en las mesas de juego,
mientras otra gente se divertía con las máquinas y otros se limitaban a tomar
una copa en el bar.
El dinero en forma de fichas de colores
circulaba por los tapetes a la velocidad del rayo.
–No le voy a decir que éste es el casino de
papá, Marcy...
Román remarcó “casino de papá” con
una entonación ñoña, propia de un niño, una manera de hablar poco habitual en
él.
–...en fin, mi padre tiene participaciones
en éste negocio. En este casino y en los demás de la cadena.
–¿Qué me recomienda? Yo hasta ahora sólo he
jugado tragaperras.
–¡Buah!, no sabe lo que son emociones
fuertes.
Probaron distintas mesas de juego apostando
con las fichas que Román había adquirido, el equivalente a la mitad del salario
que Manele ganaba en la Duxa.
“Una se acostumbra pronto a lo bueno”.
Lo observaba perder y ganar con una naturalidad pasmosa, como al que nunca,
desde la cuna, le ha faltado de nada.
Se acercaron a la barra a tomar una copa.
Marcy ocupó un taburete mientras su acompañante se quedó de pie, mirando hacia
las mesas con las manos en los bolsillos y el mentón alzado en una pose
elegante.
–¡Estoy agotada!
–Fúmese un cigarrillo, ¿okay? O algo
más, si le apetece.
Le pasó una pitillera plana, dorada, que
extrajo del bolsillo interior de su americana.
Marcy fue al cuarto de baño, se fumó un
cigarrillo y aspiró una línea de sustancia, después regresó a su lugar en la
barra y se tomó toda la copa con rapidez.
No pudo reprimir la curiosidad por la
familia del arquitecto.
–Su padre, está muy bien situado, ¿no?
–dijo ella echando un vistazo a la sala.
–Un lince para los negocios, de toda la
vida. Tiene dinero para aburrir, hasta yo me pregunto qué hace para amasar tanto;
por eso se ha metido aquí de socio, porque es un negocio bueno para aflorar
dinero.
Marcy no entendió muy bien aquello.
Encendió un cigarrillo que ella le ofreció
y aspiró el humo fresco con deleite.
–Es un esteta de la pasta. Ya ve, yo nací
así, en medio de todo esto, y lo ves tan normal. Hasta te llega a extrañar que
el resto de la gente pueda vivir de un salario.
Aspiró otra calada, más profunda, y apagó
el cigarrillo.
–Hay otras vidas, ¿no es cierto?, pero no
son como ésta –dijo mirándola sonriente.
Ella asintió con un amplio movimiento de
cabeza de arriba abajo.
–La verdad, creo que tendré que tomar
lecciones aceleradas, le tomo como maestro.
Retornaron a las mesas de juego. Él fue
detallando cada acción de los jugadores para adiestrarla. Después ella probó
por sí misma con buen resultado.
–El truco está, como todo, en encontrar la
medida. Saber plantarse a tiempo por mucho dinero que se tenga –dijo él,
mientras paseaban por la sala.
Aquel local era ruidoso y estaba lleno de
humo, que formaba curiosas volutas sobre las mesas de juego, a pesar de que se
notaba la ventilación. Pero a Marcy no le afectaba, se sentía a sus anchas.
Román, que conocía a casi todos los
empleados y también a muchos clientes, iba repartiendo saludos aquí y allá con
un breve gesto de cabeza como lo hace la gente del gran mundo.
–Venga aquí, a la ruleta. Para mí la reina
del casino. Nos vamos a divertir.
Apueste a la suerte sencilla, par impar,
por ejemplo.
Ella colocó las fichas sobre los cuadrantes
del tapete verde que Román le indicaba.
–Cuando el crupier dice: “No va más”,
ya no se pueden hacer más apuestas.
Ella le cogió el tranquillo a aquel juego a
la primera. Era entretenido el giro endiablado de la bolita que hacía un ruido
característico y el rápido y preciso movimiento del empleado con el rastrillo
poniendo y quitando fichas de los cuadrantes.
–Ya hay que plantarse, es el momento justo
–dijo Román.
No había problema, Marcy sabía que había
para jugar todo el dinero y todos los días que le diera la gana.
Se levantó y le ofreció tomar otra copa
mientras seguían las acciones de los jugadores.
–¡Observe!, nos divertiremos un rato.
Ella no había reparado en que un compañero
de la mesa de la ruleta. El jugador llevaba un traje que parecía de varias
tallas menos de lo que hubiera necesitado, a través de la abertura de la
chaqueta lucía una prominente barriga cubierta apenas con una camisa cuyos
botones parecían a punto de estallar. Tenía cuatro pelos en la cabeza, muy
largos y teñidos, que llevaba cruzados de una extraña manera, pero que en aquel
instante estaban revueltos y dejaban al descubierto una reluciente calva.
El jugador se aflojaba el nudo de la
corbata y sudaba. De vez en cuando se limpiaba el sudor con un pañuelo que
sacaba con dificultades del bolsillo de su pantalón.
Resoplaba y movía las fichas como un poseso
mirando con ansiedad el recorrido de la bolita.
Perdió todas las fichas con las que comenzó
a jugar y se puso de pie enfadado, dando un puntapié a la silla e intentando
colocarse el cabello de la mejor manera posible. Parecía que murmuraba por lo
bajo.
–Otro idiota más –dijo Román.
–¿Lo conoce?
–Lo conocemos todos. Siempre tropieza en la
misma piedra, el muy imbécil.
El tipo se lo había jugado todo también a
la suerte sencilla, rojo negro.
Cada vez que perdía apostaba el doble de lo
perdido con la esperanza de recuperarse.
–Ahora va a pedir pasta a uno de esos
fulanos –dijo Román con seguridad.
Tal cual lo acababa de decir, uno de los
hombres que estaban de pie cerca de la ruleta sacó un buen fajo de billetes que
llevaba sujetos con un anillo de goma.
El jugador continuó apostando y continuó
perdiendo hasta que, ya aburrido y sin ninguna ficha, se marchó del local
echando pestes.
–Mientras haya tontos así, el negocio está
asegurado –dijo Román sonriendo.
Marcy sintió piedad por el ludópata.
–Ya veo –repuso algo desanimada.
–¡Anímese! Tomemos otra copita y lo que
haga falta.