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martes, 27 de marzo de 2012

Marcy (35)



Cuando todavía eran novios y pasaban sus vacaciones en la propiedad de sus futuros suegros, Manele, durante la noche, aparecía como un gato en celo y picaba a su puerta para que saliesen los dos a ver la luna y hacer el amor entre los viñedos.
Una vez casados ya lo tenía en su cama todas las noches, pero Manele continuó saliendo, como un furtivo, a ver la luna por su cuenta.
Marcy lo sospechaba, lo sabía, como un perro sabueso cuando olisquea el rastro de una presa; porque él, cuando regresaba, caía rendido en la cama y su cuerpo exhalaba un perfume caro, de mujer, que no se podía disimular.
Eso a pesar de que él, por precaución, pasaba un buen rato en el baño, antes de meterse en la cama con ella, y se lavaba y se ponía una colonia masculina para disimular. Pero a Marcy no se le pasaba por alto la mezcla y aquel olor mixto, penetrante, le impedía dormir y se mezclaba con sus peores pensamientos.
El remate de los escarceos nocturnos de Manele llegó una noche, cuando estaba el matrimonio en la cama retozando. Marcy, por entonces, era muy activa en el sexo, como para borrarle de la cabeza a su marido la atracción por otras mujeres. Cuando se encontraban en plena faena erótica, destapados, desnudos y con la luz encendida, ella vio entre el vello pubiano de él un cabello, negro, lacio, tan indiscreto que parecía que llevara la firma de su propietaria. Hizo como si no se hubiera enterado.
Aquello ya era el colmo.
Tenía que descubrir qué estaba pasando, le pillaría de una vez y le pediría explicaciones.
La siguiente noche que Manele abandonó su cama de matrimonio ella esperó un minuto y salió al pasillo, miró con sigilo a través de una ventana que daba a las naves, y lo vio acercarse al lindero de la finca, coger a la mujer de la mano y meterse los dos en la nave vieja.
Ella salió por la puerta lateral, la misma que había usado él, y se acercó a una ventana de la nave que tenía cuadrantes pequeños de cristal unos rotos y otros no.
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo vislumbrar el interior, lleno de telas de araña y de trastos viejos tirados por el suelo. En una esquina le pareció ver a la pareja. Tenían puesta una colcha vieja sobre una jaula de gallinas y la mujer estaba encima, a cuatro patas y él de pie, dándole lo suyo, detrás de ella; jadeaban como dos animales.
Volvió casi corriendo a la casa y se metió en la cama como si fuera una ladrona. Se quedó doblada en cuatro, muerta de frío. Manele no tardó mucho en regresar, pasó un rato al baño y se metió en la cama. Al momento ya estaba roncando.
Iba a darle un buen escarmiento.
Por la mañana se levantó y desayuno antes que él y fue a la nave vieja. Los mastines todavía estaban sueltos por la finca y la acompañaron escoltándola uno a cada lado.
La nave vieja siempre estaba abierta, llena de aperos en desuso y cacharrería de todo tipo. Miró hacia la esquina del fondo y vio la colcha sobre la jaula.
La dobló y se la llevó a la casa. Manele ya estaba desayunando con sus padres.
–Mire, madre, mi colcha preferida, estaba tirada en la nave vieja.
Nunca llamaba madre a su suegra y la colcha no le interesaba en absoluto.
Clavó los ojos en los de Manele.
–Creo que entra alguien por la noche y revuelve por la finca –continuó Marcy–. Lo que no me explico es que los mastines no ladren.
Manele no dijo ni palabra.
El padre comía en silencio. La madre saltó como una pantera.
–Ya me lo figuraba yo..., pues tenemos que tomar medidas urgentes –dijo con determinación.
–Yo, si usted quiere, claro, puedo mirar sistemas de alarma para el cercado, ¿quiere que me informe?
–Menos mal que te preocupas tú, hija –dijo la dueña observando a su marido y a su hijo, disgustada–. Sí, por favor, mira esos sistemas de seguridad.
La suegra se quedó más tranquila y continuó desayunando.
–Echa a lavar esa colcha y ponla en tu cama, si te gusta tanto –dijo a Marcy, complaciente.
Te he hecho una buena jugarreta, cabrón”. Y miró a su marido, victoriosa, aunque él no quiso enterarse y ni siquiera levantó la vista de su plato.

martes, 20 de marzo de 2012

Marcy (34)



Sus suegros cubrieron las apariencias y la llamaron para que acudiera con los niños a pasar un fin de semana a la finca.
Marcy accedió a ir. Sabía que su suegra no la soportaba, pero no era mujer que admitiera una negativa y, por otra parte, los niños adoraban estar en la propiedad.
Era pleno invierno y en la finca los empleados hacían labores de poda y mantenimiento en los viñedos. Marcy en seguida se enfrascó en aquellas labores como un obrero más.
Mientras los niños se divertían a sus anchas y el interior de la vivienda cumplía con sus rutinas, algunos empleados estaban ocupados, aquel sábado por la mañana, en desmontar la máquina despalilladora porque al lunes siguiente llegaría una nueva.
Los restos metálicos desvencijados fueron a parar a la nave vieja, que Marcy conocía muy bien y donde solía acudir a pasar momentos a solas, a fumar un cigarrillo.
No le pasó desapercibida la existencia de una gran cantidad de tanques de plástico con un producto líquido, cuya etiqueta estaba arrancada.
No dudó en preguntarle al enólogo, le tenía confianza al químico.
Era la persona apropiada, el encargado de la vigilancia de las plantas, de la elección del momento de la vendimia, del control de los parámetros de los caldos.
Cuando ella le preguntó por aquellos bidones él pareció indeciso.
–Marcy, yo no digo nada, soy un mandado.
–¿Son aditivos? –ella lo imaginaba desde hacía tiempo, él se lo había insinuado.
–Aquí se hace lo que la jefa dice, no sé si me comprendes –contestó él, sin ganas de hablar más.
Ella le apreciaba y el sentimiento era recíproco.
–Cambiando de tema, ¿y tú cómo lo llevas? –dijo refiriéndose al traslado de Manele.
Él sabía lo enamorada que estaba de su marido.
–No lo llevo nada bien –dijo al borde de las lágrimas.
Recobró de pronto la entereza y sonrió con picardía.
–Y la señoritinga de la finca de al lado, ¿atravesada por aquí como siempre?
Él soltó una risita.
–¡Y que lo digas! Todos los días viene a hacerle la rosca a tu suegra.
–Mira la mosquita muerta.
–No tengas miedo, Marcy, esa brujita es una tiquismiquis, no tiene fuerza ni para pisar una uva, a Manele no le gustan tan flojas.
El enólogo siempre tenía el recurso para arrancarle una sonrisa.
Marcy sintió pena por él.
–Ten cuidado con esa gente. Tú eres el especialista y son ellos los que tienen que hacerte caso, no al revés –le dijo con firmeza.
–Debería ser así, pero esto ha cambiado mucho, Marcy, y ahora con tal de vender se hace lo que sea, ya sabes, tu suegra, como es…
Él quedó pensativo.
–Te hablo con toda confianza –dijo él–, cosas que ya ni me atrevo a decirle a Manele. No puedo hablarle así de su madre, ¿no me comprendes?

martes, 13 de marzo de 2012

Marcy (33)


Aquel día encontró a su padre mejor, tranquilo, el color de su piel rosado y libre de la siniestra opresión en el pecho. Estaba sentado en un confortable sillón con vistas a la montaña y compartieron pronto un zumo tropical que Marcy le había traído y que los facultativos ya le permitían. Y estaba con ganas de hablar.
Comenzó a charlar de cualquier cosa, pero Marcy sabía cuándo su padre quería decirle algo importante.
–¿No piensas trabajar alguna vez en lo tuyo, hija? Nunca me atrevo a preguntarte.
Justo lo mismo que martilleaba su cerebro desde hacía un tiempo. Ella mantuvo silencio.
–Tenía la esperanza que llegaras mucho más arriba que yo –el padre hablaba despacio, como pensando en voz alta–, a donde yo no he podido, por circunstancias de la vida.
–No te preocupes, voy a hacer un máster en la Universidad de Greda, para reciclarme, papá, y trabajar en lo mío, como tú dices.
Salieron de su boca, por sorpresa, aquella sarta de ideas, que parecieron proyectos coherentes al oírlos, pronunciados por sus propios labios, casi sin pensar.
–¡A ver si luego voy a tener menos tiempo para mimarte! –dijo ella, provocativa.
–Eso sería lo de menos, tú eres lo mejor que he hecho en la vida –confesó Arturo, con seguridad–. Y lo mejor de lo mejor es poco para mi niña.
–¡Calla, papi! no me gusta que te preocupes por mí, ya lo sabes –replicó, con desenfado, Marcy.
Pero la cara de su padre reflejaba un dolor profundo.
–Hija, ven que te diga una cosa. No sabes bien lo arrepentido que estoy de haberme portado tan mal contigo y con tu madre.
–No importa papá, ya está olvidado desde hace muchos años.
–Perdóname, hija, perdóname.
Jamás habían hablado con semejante sinceridad.
 Marcy contuvo su emoción a duras penas. Le dirigió la atención hacia la ventana para evitar que él viera cómo se deslizaban unas lágrimas por la cara de ella.
–Mira, papi, las montañas, ¡qué bonitas se ven nevadas!
–Marcelina, ¿sabes que te pusimos el nombre de mi madre? Tú no la conociste, pero yo… ¡la quería tanto!, casi tanto como a mi mujer. Te pareces a ella, cariño. Qué tres mujeres más perfectas me han tocado ¡No las he merecido! –Marcy vio como rodaban las lágrimas por sus mejillas, cayendo sobre la almohada.
Le había deseado la muerte muchas veces a su padre, de manera que verle postrado casi le causó una satisfacción inconfesable. “Te lo tienes merecido, monstruo”. Un pensamiento que la horrorizó.
–Piensa sólo en curarte, papá, ya sabes que nos haces mucha falta.


martes, 6 de marzo de 2012

Marcy (32)



Acudió con el dinero a la sucursal para saldar la deuda.
Nadie debía enterarse, ni sus padres, ni Manele.
El empleado del banco que la atendió la conocía bien, a ella y a su marido, era el interventor. Marcy pensaba que sospechaba algo porque la miró atónito.
–¿Otra vez números rojos, Marcelina?
No la conocía suficiente para llamarla por su apodo.
–Se me juntaron unos pagos, facturas, cargos, ya sabes, todo a la vez.
Él echó una ojeada al ordenador.
–Qué raro, aquí sólo veo disposiciones en efectivo.
La miró por encima de las gafas de cerca, esas que lleva la gente con vista cansada.
–Debe haber un error –continuó el bancario.
Aquella tontería se le estaba complicando a base de bien.
Ella ya le había entregado el dinero, pero el banquero seguía porfiando.
–Ya sabes que cuando hay números rojos se paga interés, se te han juntado doscientos euros de intereses.
–Sí, ya lo sé –ella quería terminar cuanto antes.
–Tenéis que tener cuidado. Habla con Manele; a lo mejor es él, que no se ha dado cuenta.
–Sí, sí, hablare con él. Gracias.
Estaba hasta la coronilla de que aquel tío se pusiera tan cargante. No había ocurrido tantas veces. “Se conoce que en el banco, cuando tienes pasta, eres señora de tal, si no échate a temblar, oye, que te leen la cartilla”.
Y eso que al fulano le había dado su asqueroso dinerito. Qué más querría. Parecía que le estaba dando terapia.
Aún no estaba del todo satisfecho.
–Si se vuelve a repetir tendré que llamar a Manele.
Ella se quedó fría, inventó una excusa sobre la marcha. Se echó una mano a la cabeza como si hubiera olvidado algo.
–Mira si soy despistada, que se me había olvidado –dijo ella sonriendo, procurando creérselo ella misma un poco.
Una ludopatía da mucho para la inventiva, se cuentan cuentos a todo pasto, sin pestañear. Te vuelves una profesional del embuste.
–Mira que le compré a Manele un reloj muy caro, para darle una sorpresa, y tuve que pagarlo a plazos. Se me había olvidado. ¡Donde tendré la cabeza!
–Debió ser caro de cojones –dijo él irritado.
–Si, muy caro. No se te escape decírselo, es una sorpresa.
El interventor movía la cabeza, a ambos lados, escéptico. Ella pensaba y pensaba nuevas tretas.
–Su padre está muy grave, ¿vale?, por eso le quiero regalar un capricho caro, para que se anime el pobre.
–¡Ya! Todavía tiene padre, pues que lo cuide. El mío ya murió.
Por suerte el tío aflojaba.
–Lo siento de verdad, ¿hace mucho?
–Hace un mes, Marcelina, todavía ni lo puedo creer.
Ella extendió la mano por encima del mostrador para consolarle.
–Hay que ser fuerte, es así la vida.
Le pareció que el banquero tenía los ojos rojos.
–Te haré caso, voy a vigilar el saldo a diario, no te preocupes –dijo ella.
–Sí, debes hacerlo, ya no se puede pasar por alto, ¿entendido?
Llegó otro cliente y se cortó la conversación.
Marcy se despidió y se fue despepitada, como el que acaba de librar de un accidente por los pelos.