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martes, 29 de mayo de 2012

Marcy (44)


El jueves siguiente ninguna faltó a la cita en el Café de la Esquina.
Cuando llegó ya se encontraba Isabel y pronto se incorporó Laura.
–¡Cuánto tiempo sin veros!
El reproche de Laura sonó amistoso. Sin embargo Marcy pudo entrever en sus ojos, mientras la saludaba, una leve tirantez.
Las últimas compras, las andanzas de los niños, pasaron revista a sus vidas como era habitual, para romper el hielo.
A Isabel no le dijeron nada de su reunión en el centro social.
La rubia se dirigió al camarero con autoridad, por sorpresa.
–Una botella de champán, please.
Mantuvo un silencio expectante, una intriga, hasta que el empleado abrió la botella y sirvió tres copas. La rubia se levantó, magnífica, Marcy advirtió en su mirada un brillo nuevo.
–Amigas, tengo que comunicaros una gran noticia: ¡estoy embarazada!
Las demás, sonrientes y perplejas, chocaron sus copas con Isabel sin saber muy bien qué decir.
–Pero Isa… ¡Tú no querías tener hijos! –dijo, atónita, Laura–. Además Román, ¿no tenía hecha la vasectomía?
–¿Quién te dice que sea de Román? –cuestionó, pícara, la protagonista.
El descaro de Isabel dejó a las otras boquiabiertas.
–No hay ningún problema, lo tengo todo previsto.
Isabel comenzó a explicar los pormenores sin tapujos.
–Si Román lo acepta, pues bien, y si no, tengo un acuerdo legal de primera. Si nos separamos cobraré una indemnización suficiente para vivir mi hijo y yo manteniendo el mismo ritmo de vida que llevo ahora.
Las amigas escuchaban con atención sin atreverse a preguntar por el padre de la criatura.
–O bien, podría ser que el padre se animase a separarse y nos casáramos. Tengo por cierto que es un tipo muy bien situado y, que conste, su matrimonio hace aguas…
Aquel comentario último, lo hizo en voz baja, como para sus adentros.
A Marcy le fascinaba Isabel, desde siempre, pero aquel comentario le pareció el colmo de la desfachatez.
La rubia, ajena a todo, estaba exultante, y una nueva y valiosa joya pendía de su cuello.
–¡Me la regaló mi nuevo chico! –dijo, juguetona, en voz alta, mientras sujetaba el colgante entre sus dedos.
Se sentaron las tres de nuevo para admirar la alhaja y acabar de consumir la bebida.
Antes de decirse adiós, Marcy se decidió a abordar a Laura.
–Perdóname por lo el otro día, Lau, no me porté bien contigo.
–No es nada, mujer, sólo te pido que recapacites, ¿eh? Piénsalo bien.
Y se fueron cada una por su camino, como si aquel anuncio hubiera marcado un antes y un después, un punto de inflexión, una fractura en su amistad.
Marcy se acercó al centro comercial para adquirir algo de ropa nueva, adecuada para la universidad. No podía vestir todos los días el mismo pantalón vaquero y el mismo jersey gris que parecía su uniforme aquella temporada. Comprobó que la ropa le sentaba a la perfección, la dieta que había seguido sin proponérselo, había dado sus frutos.
De regreso a casa rebuscó en los bolsillos de su anorak el teléfono de Nacho.
–¡Hola! Soy Marcy –dijo animada–. Te llamo para decirte que te he hecho caso. Ya me inscribí en el máster.
–¡Pero que alegría me das, guapa! Me parece macanudo. Oye, cuando puedas, pásate por mi oficina, en la Milla de Oro de Greda, en el Trass Building, por las mañanas estoy siempre allí. Así me lo explicas con todo detalle, ¿de acuerdo? Avísame el día anterior para que te haga un hueco.
Cuando colgó el teléfono la invadió una cierta inquietud, una sensación agridulce, como una aprensión por un futuro incierto.


martes, 22 de mayo de 2012

Marcy (43)



En su mente bullía una rabia sorda contra su amiga la funcionaria. 
Puede que tuviera pelusa, porque Manele era mucho más guapo que su marido, un obeso y calvo oficinista que acarreaba atolondrado una ajada cartera.
Digno esposo de una piltrafa de mujer como Laura.
Se notaba quien tenía clase y quién no.
Laurita la sabelotodo, se arrepintió de haberle dado confianzas, de meterla a consejera de parejas.
Deambulaba por la calle sin rumbo, sin saber dónde dirigía sus pasos, mientras despreciaba las palabras de Laura como si fueran molestas piedrecillas entorpeciendo su camino.
Sin pensar tomó un autobús hacia el centro de Greda y se bajó en las inmediaciones de su antigua facultad.
–¡Otra vez por aquí, señorita Marcy! –la saludó el correctísimo bedel.
–Sí, Rafa, vengo a apuntarme ya al máster, si lo dejo pasar más tiempo quedaré fuera de plazo.
Entró en la secretaría tomando de nuevo la lista de cursos de postgrado y másteres. “Creación de microempresas en países en desarrollo”, aquel título parecía hecho a su medida. Duraba nueve meses y era muy, muy caro.
“Ahora o nunca”, había que determinar de una vez.
Acudió en ese mismo momento a la sucursal bancaria más cercana, librando la cantidad necesaria para el pago.
Después de acabar la inscripción en el máster ya era casi la hora de comer y decidió quedarse a tomar un breve refrigerio en la cafetería de la facultad.
Se compró un bocadillo y un botellín de agua, cuando vio a Rafa sentado solo, en una mesa cerca de la ventana que daba al Parque Central.
–¿Te parece que me siente aquí? –le preguntó, y depositó el cartapacio con la documentación en una silla vacía.
–¡Por descontado, señorita! Ya veo que se ha matriculado. A partir de ahora, frecuentará otra vez la casa, coincidirá con alguno de sus antiguos compañeros. Será extraordinario.
Mantenía, respetuoso hacia ella, el trato de usted. Un caballero a la antigua usanza, incluso algo anticuado, fuera de las costumbres de su edad.
Dieron cuenta de la comida sin hablarse apenas y terminaron con un café.
El se levantó hacia el camarero para pagar la cuenta y ella lo siguió para despedirse.
–Gracias, muy amable, ya empiezo el lunes que viene.
Observó la impecable vestimenta de él, pantalón oscuro, camisa blanca y chaleco de punto gris con motivos de rombos bicolores, su pelo rubio cortado a cepillo, salvo la parte superior algo más larga, y rasurado a la perfección.
Marcy se percató de que los ojos del chico chispeaban de azul cuando la miró para decirle adiós.
–Hasta pronto, señorita –contestó él, dirigiéndose a su puesto de trabajo– ¡Encantado de verla!
Acudió después al hospital a visitar a su padre. La habitación que ocupaba se había hecho ya tan familiar para ella como una estancia de su propia casa. Pintada de blanco, la cama, la mesilla y el armario metálicos, y un sillón negro reclinable para el acompañante.
Arturo estaba durmiendo. El color de su cara era cetrino, la cabeza estaba calada entre las almohadas, húmedas de sudor.
La madre le pasaba un paño mojado en alcohol para aliviarle.
–Tiene décimas de fiebre todas las tardes. Mientras siga así no quieren darle el alta.
Amelia hablaba en voz alta, atropellada, ansiosa por compartir sus agobios.
–Mientras no den con la causa…–dijo Marcy.
La madre la miró de arriba abajo.
–Hija mía, te veo muy delgada, estás comiendo poco, ¿a que sí?
Su madre, con o sin motivo, siempre la recriminaba por algo, tenía aquella manía.
–No me ha venido mal perder unos pocos kilitos, mamá, estaba un poco gorda.
Amelia era de las madres que querían que sus hijas comieran más de lo debido, sospechando de la delgadez como si fuera una enfermedad.
No se daba cuenta de que una chica que no tuviera buen tipo no iba a ninguna parte.
–Vete a pasar la tarde con los niños, mamá, te vendrá bien. Llevas muchos días encerrada en este hospital.
Marcy se acercó a la cama y se agachó para hablarle al oído a su padre sobre el curso que iba a iniciar en la universidad.
Arturo levantó la cabeza al oírla y sonrió. Hasta pareció que su cara recuperaba un tono sonrosado. La medicación había actuado.
–¡Te felicito cariño! ¡Ahí está mi niña!
Y reanudaron las pequeñas intimidades entre los dos, leyendo el periódico, haciendo pasatiempos, viendo magazines de cotilleo en la televisión, para espantar el tedio, la tarde entera.
A la espera de una mejoría que no acababa de llegar.

martes, 15 de mayo de 2012

Marcy (42)


El centro social donde trabajaba Laura estaba situado en el edificio del ayuntamiento, en el centro de Mazello, Marcy lo conocía bien. Hizo y deshizo varias veces el camino hasta que franqueó la puerta.
Tras el mostrador de recepción se encontraba su amiga cumpliendo su tarea administrativa y Marcy se acerco a hablar con ella. Laura se alegró mucho de verla, nunca la había visitado en su oficina.
–¡Pero a qué se debe este honor, Marcy! ¿Qué tal estás?
–Lau, perdona que te moleste en tu trabajo, pero si tienes un momento tengo que decirte algo.
Cruzaron una mirada breve y la funcionaria cambió de talante.
Laura, sin más tardanza, solicitó a una compañera que ocupase el puesto en su ausencia. Dirigió a Marcy a un despacho vacío, cerrando la puerta tras ellas. La decoración del lugar era nula, salvo por un enigmático cuadro a base de franjas oscuras cruzadas que pendía, torcido, de una pared.
–Por favor, ¡suéltalo! ¿Qué es lo que te está pasando, Marcy? Llevas una cara que parece una máscara. Alguien te ha pegado.
Se apoyó en el borde de la mesa mientras Marcy ocupaba una de las sillas con la cabeza gacha.
–Hace tiempo que mi marido, cuando se pone nervioso…
–¿Qué tendrá que ver eso con los nervios? Nada de nada. Es que pega y ya está. Y tú eres la consentidora, Marcy. Y no es la primera vez, caray.
Sabía que Laura, por su clase de trabajo, era bien conocedora de aquel tipo de problemas. Contaba casos así muchas veces en sus reuniones de café. Le explicó todo lo que había sucedido.
–Aquí hay profesionales que te pueden ayudar, Marcy.
Continuó con los ojos clavados en el suelo del despacho, en silencio; al rato levantó, dubitativa, la cabeza, con gesto serio, pero sin lágrimas.
–Es que no me gustaría que se supiera, Lau. Después de todo él es muy trabajador y es el padre de mis hijos. Les haría mucho daño a los niños.
–Y el daño que te hace a ti, ¿es que no cuenta?
Laura la rebatía con firmeza, puesta en pie en el centro de la habitación.
–Todas dicen igual, sufriendo ese tormento sin sentido ¡No puedo creer esto de ti!
–Pues no estoy dispuesta a convertirme en un caso de esos que andan por los tribunales siendo la comidilla de la gente. ¡De eso ni hablar! –afirmó Marcy con decisión.
Laura quería persuadirla.
–Escucha, mujer. Estás amenazada y a veces las amenazas se cumplen. Debes asesorarte, Marcy, necesitas ayuda.
–Manele es bueno, Lau, sólo es la presión del trabajo. Ya conoces sus malos humores. Pero es una buena persona y un buen padre.
–¿Bueno?, ¿qué estás diciendo? –le replicó Laura volviendo a enfadarse– ¡Ni aunque fuera el único hombre sobre la tierra!
Marcy se levantó de su asiento, y se encaró con Laura.
–¡No es tan fácil como crees!, claro que tú, como tienes una familia ideal, trabajas, y todo te va bien…, no sabes lo que es.
–¡Escucha, Marcy! Tú tienes la culpa de mantener las cosas como están. Tienes estudios, eres una mujer capaz, inteligente. Muévete, trabaja, ¡sal adelante por ti misma!
La perorata de Laura apenas tuvo eco en su cerebro. “Laurita soltándome el sermón”. Y se apartó de su amiga, dirigiéndose hacia la puerta.
–Está bien, Lau, prometo que pensaré en todo esto.
–Tú eres la única que puede cambiar las cosas, Marcy, es tu responsabilidad.
–Te agradezco mucho tu ayuda –mintió Marcy–. Por cierto, ¿qué es de Isabel?
–Hace tiempo que no la veo. Me llamó por teléfono hace poco. Está encantada. Me explicó que viaja mucho por cuestión de negocios de su pareja.
–¿Ves?, ella sí que sabe como manejar a los hombres –dijo Marcy cabizbaja.
–No te vayas a creer. No te fíes de las apariencias. Laura quedó en silencio un momento, como absorta en sus pensamientos.
–¡Adiós, Lau!, ¡hasta pronto! Nos vemos el próximo jueves –Marcy se despidió, aparentando animación frente a su amiga, con dos besos de compromiso y abandonó el centro con paso firme.

martes, 8 de mayo de 2012

Marcy (41)


–Pero Marcy ¿qué es de tu vida? Me habéis dejado las dos plantada en la cafetería –fue el reproche de Laura, el jueves siguiente a la marcha de Manele.
No había vuelto a ver a su marido desde que salió aquella mañana de su casa.
De vuelta a Brexals lo único que sabía de él era por las llamadas telefónicas preguntando por los niños. Marcy se limitaba a pasar el aparato a los chiquillos y los padres no se cruzaron ni otra palabra más.
–Perdona, Lau, pero es que desde hace unos días estoy con fiebre y trancazo –se justificó al teléfono–. En cuanto mejore te llamo, ¿vale?
–Pues que te mejores. Manele… ¿vino el fin de semana pasado?
–Sí, pero ya está de vuelta. Te llamaré pronto.
Y colgó para no permitir mayores avances en la conversación.
Pasó aquellos días encerrada en casa, en la cama, levantándose apenas para comer e ir al baño. Había quedado trastornada, arruinada, sin ánimo ni fuerzas para nada. Había avisado a su madre para que no contara con ella durante unos días y a la canguro, que quedó al cargo de los pequeños a diario, desde la salida hasta la entrada del colegio del día siguiente, y que sólo se iba por la noche para dormir en su casa.
“Mamá está enferma, hay que dejarla descansar para que se cure pronto”, oyó que dijo a los niños, e hizo tan bien su trabajo que apenas percibía la actividad de los pequeños en la casa.
No pensaba nada, no sentía ni anhelaba nada, salvo el malestar de su cuerpo apaleado, y un cruel y punzante vacío. A veces se levantaba una y otra vez, inquieta, sin rumbo fijo, paseaba por el pasillo, en la tremenda soledad de su piso, mientras estaban los niños en el colegio, tomaba algún alimento y de nuevo regresaba a la cama o al sofá cubriéndose con la manta, resguardándose como en un útero materno.
Transcurrió así una semana entera.
Tendré que hacer algo, no puedo continuar de esta manera o acabaré volviéndome loca”. Suspendió la medicina que consumía a diario para dormir, y el sábado siguiente a la partida de su marido decidió sacar fuerzas y ponerse en pie de una vez. Mientras la canguro llevó a los niños al parque, se duchó como una autómata y tomó un desayuno sustancioso. Vestida con ropa deportiva se acercó a la biblioteca a leer el periódico, que ojeó sin concentración alguna.
Le vinieron tentaciones de ir a coger dinero para jugar, para evadirse, pero los bancos estaban cerrados y ya no tenía tarjetas de crédito. No se atrevió a pedir dinero a su madre, con cualquier disculpa, como hacía otras veces.
Venga, Marcy, de la máquina saldrás todavía peor”.
Cuando salió de la sala de lectura sintió una tremenda extrañeza de las calles y de la gente que las transitaba. Tomó una acera que desembocaba en una plazoleta contorneada de bancos, con una zona de juegos infantiles en el centro.
Las mañanas de sábado en Mazello eran propicias para los paseos de padres jóvenes con sus pequeños, mayores que se paraban a tomar un rayo de sol de invierno y aquí y allá alguna pareja de enamorados que se deleitaban en su mutua compañía. Aquel lugar no le pareció real. Sintió tal desvalimiento que las rodillas le flaquearon, como si de pronto no supiera caminar. Se vio hundida, inútil, incapaz.
Un viento glacial golpeó su cara y comenzó a caer una fina lluvia, aligeró su paso hasta iniciar una carrerilla en dirección a su casa, como una guerrera batiéndose en retirada, sintiendo sólo la trepidación de su cuerpo, el movimiento de su cabello y el jadeo de su respiración. Cuando llegó a la vivienda, con la ropa y el cabello húmedos y la cara aterida de frío comprobó que los pequeños todavía no habían regresado.
Poco después aparecieron huyendo también de la lluvia, con la canguro, y después de cambiarse de ropa y calzado, comieron juntos lo preparado por la empleada. A pesar de su escaso apetito, Marcy se atrevió hasta con un delicioso y dulce crepe que se le antojó muy sabroso. En aquel mismo instante sonó el timbre de la puerta de entrada.
–Señora, es para usted –indicó la chica.
Se acercó a la puerta y, en el recibidor, un mensajero le tendía un enorme ramo de flores.
Llevaba una tarjeta donde se había escrito: “de Manele”. De manera instintiva alargó la tarjeta al muchacho.
–No lo quiero, devuélvalo al remitente.
Y volvió a la cocina a comer con sus hijos. Después de un rato de descanso tomó un café cargado con azúcar y se dirigió a visitar a su padre, al hospital, mientras sentía, aliviada, una cierta recuperación.




martes, 1 de mayo de 2012

Marcy (40)



Dejó caer su cabeza hacia atrás y permaneció quieta largo rato, tumbada, hasta que sintió detrás de ella abrirse la puerta.
El estilete se había deslizado de su mano y estaba sobre la alfombra.
–¿Qué pasó, mamá? –era Pablo, alarmado.
Se levantó de un salto, dando la espalda al niño y se dirigió hacia la otra puerta del salón.
–¡Nada, cariño!, mamá que está tonta y se enredó con la alfombra –contestó manteniéndolo detrás de sí, mientras entraba en el cuarto de baño.
El niño la siguió.
–Toma, que se te ha caído.
Ella cogió el estilete sin voltear la cara.
–¡Vete a la cama, venga!, que papá ya se ha acostado también –le ordenó a través de una rendija de la puerta del baño, que luego cerró–. Hasta mañana, mi vida.
Dejó el objeto metálico sobre el lavabo y se fijó en que le había dejado una marca roja tremenda en la mano, a causa de lo fuerte que lo había asido.
Oyó los pasos del niño alejándose por el pasillo, se sentó en el inodoro y comenzó a llorar en silencio. Una rigidez marmórea se apoderó de ella unos instantes después. Apenas sentía su cuerpo magullado, pero la cara, por el contrario, era de puro fuego. Se acercó al espejo y pegó, con manos temblorosas, un trocito de papel en la herida que sangraba un poco.
Tomó un somnífero de la vitrina y se acostó en el sofá del salón, en la penumbra iluminada por las luces nocturnas, rojizas, amarillentas, fantasmagóricas, que provenían de la calle. La invadió una siniestra sensación de vacío y se tapó con una manta tendida en el brazo del sofá, aquella misma manta bajo la que se cobijaban juntos, viendo la televisión, cuando eran felices.
Se dobló sobre sí misma en posición fetal y cerró los ojos, a la espera del efecto del medicamento.
Con las primeras luces del día despertó, alerta a señales de movimiento en la casa. Todo estaba en calma.
Se levantó y se metió en el aseo, levantó la vista hacia el espejo, y vio la cara de una pobre desgraciada. Tomó una crema base de la estantería y tapó con esmero las señales de su piel, colocando una capa encima de otra, hasta que quedó convertida en una máscara de teatro. Retiró el papelito, aun prendido en su labio inferior, y se maquilló la boca en color natural. Se peinó y tomó una bata de casa que tenía detrás de la puerta, vistiéndosela encima de la ropa de calle con la que había dormido. Se puso algo de colonia y fue a hacer el desayuno.
Los niños se levantaron excitados y tomaron leche y galletas a toda prisa, enfrascándose en sus juegos sin prestar atención a otra cosa.
A media mañana oyó la puerta principal cerrarse y, poco después, sonó el ascensor bajando hacia el portal del inmueble. “Debe de estar arrepentido”.
No cesó de llover en todo el día y, con los niños entretenidos con su nueva máquina, pasó el tiempo sumida en un desierto de seca y fría desilusión.