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martes, 31 de julio de 2012

Marcy (53)


La amistad entre las tres continuó, a pesar de todo. Hasta que un día reaparecieron las hostilidades entre las rivales de la manera más inesperada.
Estaba próxima la fiesta de fin de curso, el último que harían en el instituto, y las jóvenes estaban todas revueltas pensando en qué ponerse para la ocasión, no se hablaba de otra cosa.
Laura mantenía el secreto, que sólo había compartido con Marcy. Quería a toda costa que su madre le comprara un vestido en una boutique de lujo que había cerca del centro académico y que por aquellas fechas siempre ponía en el escaparate ropa juvenil como gancho para las estudiantes.
Pero el precio era prohibitivo.
Escapaban a veces, entre clase y clase, para verlo. Allí estaba, entre varios mucho más feos, precioso, de escote palabra de honor, cuerpo ajustado y falda de vuelo, plisada, bicolor, con la superficie  de color marrón y, cuando el pliegue se abría, como un acordeón, dejaba ver otro tono amarillo tostado, que contrastaba con el oscuro y le daba una gracia inigualable. El tejido era delicadísimo, como de tul, con un forro por debajo de tela opaca.
Un vestido digno de una princesa.
Una mañana llegaron a entrar y Laura se lo probó. Le quedaba bastante bien, haría falta un sujetador de relleno y listo.
Isabel era de las que nunca tenía que preocuparse por la ropa, porque cualquier trapo que se echaba por encima le sentaba fenomenal. Su madre era una modista bastante reconocida en Greda que hacía copias de modelos de alta costura para las damas de la sociedad. Y a veces cosía alguna prenda para su hija.
El lío gordo vino cuando el día anterior a la fiesta, que era el último lectivo, apareció Isabel con aquel vestido maravilloso puesto como si tal cosa.
Laura se puso verde de rabia.
Cuando llegó la hora del patio de media mañana Isabel se sentó, tan natural, sobre una piedra, hecha una divinidad, al lado de las demás, esparcidas por el verde.
Los chicos se pavoneaban delante de ellas y no paraban de clavar sus ojos en la bella rubia.
–Estas imponente Isa, ¿qué vas a dejar para mañana? –preguntó una.
–Calla, calla, mi madre, que es una pesada. Me hizo éste para la fiesta, pero yo me empeñé y me lo puse hoy. Mañana de vaqueros ajustados y escotazo, que es más chic –respondió Isabel despreocupada.
Laura miró a Marcy de una manera en que podría haberla matado si las miradas matasen. Se apartó un poco y le hizo una señal.
-Se los has soplado, ¡mala amiga! Eres una mala amiga.
Estaba rabiada de lo lindo.
Pero Marcy no había sido, se lo dijo cien veces a Laura. Quizá la misma Laura, por la emoción, lo habría divulgado sin querer, o a lo mejor la madre de Isabel lo vio en la tienda al pasar ya que vivían cerca del instituto. Y las modistas seguro que irían por las aceras rastreando los modelos nuevos que aparecían por los escaparates, no tenía nada de raro.
Por descontado que, al día siguiente, las tres llevaron vaqueros ajustados y escotazos y zapatos de tacón alto y nunca se habló a las claras del asunto del vestido.
Y aquel día, contra todo pronóstico, fue uno de los más importantes en la vida de Laura, porque fue el día que intimó con Lucas, el clásico empollón bajito y un poco adiposo de la clase contigua, en el que nunca habían reparado.


martes, 24 de julio de 2012

Marcy (52)


Las tres amigas se habían tratado desde la época del instituto, en Greda, y siempre se habían llevado bastante bien. Habían sido compañeras de estudios, cómplices en sus primeros escarceos sentimentales, casi como hermanas para Marcy.
Aunque entre Isabel y Laura había cierto antagonismo.
Si de mayor fue una mujer bandera, de jovencita, Isabel, a los quince años, era lo más bonito que había pasado por el instituto.
Las tres eran tipos de chica muy diferentes entre sí, Isabel era la rubia inmaculada, de labios fresquísimos, rosados, y ojos oscuros, con una tez casi nívea; Marcy todo lo contrario, una belleza racial, morena, de cabello largo y sonrisa franca; y Laura la menos agraciada de las tres, con un cabello ralo castaño y ojos marrones, sin sustancia, atractivo cero.
Isabel fue, desde jovencita, la clásica que cuando iban juntas a dar una vuelta causaba furor entre los chicos. Y aquello Laura nunca se lo perdonó.
Llegaron a disputar por el jovencito más popular del instituto, un rubito angelical con la cara llena de granos que sacaba muy buenas notas. Laura estaba encaprichada con el joven y, de hecho, llegó a conseguir salir con él, al cine, varias veces.
Pero su sorpresa fue mayúscula cuando el chico le confesó que, de quien estaba enamorado de verdad, era de Isabel. Que había salido con Laura por acercarse a la rubia.
Laura se lo tomó muy mal. Durante un tiempo acusó a Isabel de haberle levantado al novio.
Y Marcy, que era amiga de las dos, no sabía qué partido tomar.
Isabel estuvo sólo un par de veces con aquel chaval, pero fue suficiente para sembrar un rencor duradero en Laura.
Hasta que el asunto explotó un viernes, a la salida de las clases, el centro ya estaba cerrado y la mayoría de la gente se había marchado ya.
Las chicas de la clase estaban charlando antes de irse a su casa cuando Isabel y Laura empezaron a discutir una enfrente de la otra.
Pronto se formaron dos bandos.
–¡Pelea! ¡Pelea! –gritó una como una energúmena. Las demás la corearon.
Marcy trató de poner paz, pero Laura, ya fuera de sí, la quitó del medio y la tiró al suelo.
Las dos fueron dándose empujones y pronto se empezaron a dar pellizcos y estirajones de pelos. Isabel, que al principio apenas se defendía, fue volviéndose tan agresiva como su oponente.
Estaban destrozándose el uniforme. Gritaban las dos como posesas, se insultaban, se escupían.
En el instituto no era corriente aquel tipo de cosas. Marcy solo recordaba otra pelea de chicas, aquella vez la vencedora había logrado derribar a su oponente y se había sentado encima de ella.
Cayeron a tierra, revolcándose, hasta que Isabel consiguió inmovilizar a Laura haciendo presa con sus piernas y sentándose encima de ella mientras le sujetaba la cabeza por los pelos.
–¡Isa ganadora!, ¡Isa ganadora! –corearon las de su bando.
Laura había tirado la toalla.
Se pusieron de pie con la ropa hecha jirones, desgreñadas, coloradas como dos tomates.
La que gritaba como una energúmena se acercó a las dos y levantó la mano de Isabel como si fuera el final de un combate de boxeo.
–¡Isabel vencedora! –gritó–. Laura, dilo tú también.
–Isabel vencedora –dijo Laura con las demás.
Desde aquello Marcy supo que Laura le guardaba a Isabel una cuenta pendiente.

martes, 17 de julio de 2012

Marcy (51)


Había ido pocas veces a casa de Laura, pero dio con ella y encontró plaza de aparcamiento con facilidad. Había arreglado que la canguro se quedara con sus hijos. Eran las siete de la tarde cuando pulsó el timbre de la puerta.
Su amiga la había llamado el día anterior para decirle que tenía que hablar con ella cuanto antes; no quiso explicarse más, pero algo en el tono de voz de Laura le había encendido el piloto rojo y pasó la noche previa intranquila.  
–Pasa, siéntate, por favor. Las niñas se fueron al cine con el padre –Laura le señaló una butaca del salón comedor–. Te serviré algo, ¿te hace compartir un té?
La decoración de la estancia era espartana. A Marcy le pareció insípida, triste, a juego con su propietaria.
–Perfecto, Lau, un té para las dos. Me encanta.
Laura se ausentó unos instantes a preparar la bebida. Volvió al poco rato con la bandeja conteniendo la humeante infusión, dos tazas grandes y un bol de azucarillos, y se sentó en otra butaca.
Había que esperar a que reposara el té.
La inquietud de Marcy se hizo notar.
–Entonces, ¿qué pasa Lau?, te veo preocupada.
–¡Como para no estarlo! No me habría gustado tener que pasar por esto en toda mi vida.
–Me estás asustando, Laura.
Marcy le preguntó si algo malo le había ocurrido, a ella, a su familia o en su trabajo, nada de nada.
–Es algo referente a ti…
Marcy ya se estaba hartando de tanto misterio
–Dime lo que me tengas que decir –afirmó, mirando a Laura a los ojos.
–Escucha, es mejor que te enteres cuanto antes. Tu marido te está engañando, tiene otra mujer.
Marcy la miró incrédula. De dónde habría sacado semejante idea, ya estaba enrevesándolo todo, haciendo daño donde sabía que más podía hacerlo.
–Pero bueno, Lau, ¡qué ocurrencia! Si Manele no tiene más tiempo que para su trabajo.
 Unos segundos en silencio y la rabia ya le salía por las orejas.
–Para amigas como tú, Laura, ¡prefiero enemigas! Eres una aguafiestas.
La otra atendía, impávida, a los improperios de Marcy.
–Te estoy diciendo la verdad, puedes creerlo. ¡Lo sé de primera mano, vaya! Si quieres, puedes comprobarlo tú misma.
–Haces caso de chismorreos infundados, Lau, eso no puede ser cierto…
La información que la otra le fue desgranando era contundente.
No era una amante ocasional, no, era una relación ya afianzada. Compartían todos los fines de semana, esa mujer lo tenía bien atrapado y la cosa iba viento en popa. Y lo sabía de buena tinta, de primera mano, por la propia amante de Manele.
Y la amante era Isabel.
Isabel, dijo Laura, la había llamado por teléfono y se lo había confesado.
–Creo que desde el último día que nos reunimos empezó a no poder más con su secreto –dijo Laura–. Yo ya te lo decía, que Isabel era de cuidado.
Siempre había una amiga cariñosa dispuesta a romperle a una la cabeza”.
Lo que estaba pasando era que Laura se la tenía guardada a Isabel desde hacía muchos años. Marcy se lo sabía bien.
–No te creo, no te creo. ¡Envidia cochina!, tienes envidia de Isa, que siempre fue más guapa que tú y me tienes envidia a mí, y no sabes cómo hacerme daño –Marcy levantó la voz, desafiante.
–Por favor…, sabes que jamás te haría mal sin motivo. Es la verdad. Si no te enteras al final será peor, te pillará desprevenida. Tal para cual, ¿es que no lo ves?  Después de todo, va a ser lo mejor para ti, así te quitas de una vez a ese muerto de encima.
–¡Eso es lo que tú quisieras, Laurita! –ironizó Marcy, incrédula–. Pero no vas a conseguirlo.
–Mujer, piensa lo que quieras, pero te digo que, estas vacaciones, Manele no va a venir, se van de viaje a una isla paradisíaca, me lo dijo Isabel.
–¡Estás loca y eres mala! ¿Cómo puedes decirme algo así? Es que quieres acabar conmigo ahora que todo me va mejor que nunca, ¿no? Me tienes envidia por mi carrera y por mi marido. Siempre fuiste una envidiosa –Marcy se defendió, cada vez más acorralada.
–Me da igual lo que digas, sé que no eres tú quien está hablando. Estás trastornada, obsesionada con ese chulo que no para de hacerte daño, y cuanto más te hace, más lo quieres.
Los argumentos de Laura le acertaban como dardos en el corazón.
–Las cosas son como son, Marcy, da igual que te empeñes, ese no te quiere ni te va a querer nunca.
–Ya está bien de tonterías ¡Me largo de aquí, que no aguanto más!
Con cajas destempladas se levantó sin haberse aun despojado de su abrigo y, sin volver la vista atrás, dejando la bebida sin tocar sobre la mesa y la puerta de entrada abierta de par en par, se fue de la casa de Laura tomando su vehículo aparcado allí mismo.
Condujo sin rumbo fijo de manera mecánica, prestando atención a sus pensamientos. Las calles de Mazello brillaban bajo una fina lluvia, en medio de la oscuridad de la noche, sólo interrumpida por la luz de las farolas y los semáforos lanzando sus órdenes de colores. Casi ni advertía el ruido del motor del coche y del limpiaparabrisas con su zumbido monótono apartando láminas de agua del cristal.
No se podía creer lo que había escuchado y no entendía a santo de qué Laura se metía en su vida de aquella manera, quizá le había dado demasiada confianza revelándole sus problemas con Manele.
La rabia se fue atenuando dejando paso a un estado de confusión y sospecha que la consumía. “¿Y si fuera verdad?”. Cómo se podía aceptar que Isabel, siendo amante de su marido, tuviera la desfachatez de plantarse en toda la cara de la esposa engañada. Aquello no era posible. Isabel era frívola, sí, pero no hasta ese punto de malignidad.
Laura, como siempre, haciéndose la santita, estaba hasta el gorro de ella.
Quizá sus dos amigas habían desenterrado el hacha de guerra y la habían pillado en el medio, como antes, cuando eran unas jovencitas.
Después de dar mil vueltas a la cabeza decidió salir de dudas, indagar a través de otras personas a ver qué resultaba. Román, la pareja de Isabel, si ésta andaba en según qué pasos, seguro que sabría algo, tenía que contactar con él.
Con esta determinación llegó a su casa, donde ya estaban todos dormidos, y se metió en la cama sin parar de dar vueltas en toda la noche.

martes, 10 de julio de 2012

Marcy (50)


El cuarto de su padre, en el hospital, se convirtió en una improvisada oficina. Desde aquella habitación, interrumpida por algún pedido de su padre o la entrada de una enfermera, contemplaba como finalizaba el invierno en los Montes del Norte, donde ya escaseaba la nieve, enfrascada en sus estudios.
A Marcy siempre le había intrigado como era posible que en un sitio tan frío, con las paredes tan blancas, lleno de enfermos, de camillas, donde la gente pasaba lo peor de su vida, existiera una vida alegre, que transcurría oculta a los ojos del novato, pero que se iba revelando cuando frecuentaba el hospital.
Cómo era posible que un doctor humano, que tenía que pasar disgustos cada día, pudiera llevar aquella facha atractiva cuando pasaba visita, con su bata impecable ondeando por los pasillos, exhibiendo un reloj de moda y peinado como un galán.
Para entrar en un cuarto donde los pacientes no se mejoraban, o empeoraban o hasta se morían y preguntarles con un vivo interés por su vesícula biliar o lo que se terciara.
A veces rodeados de su séquito de estudiantes, como reyes de la ciencia médica.
Le parecían entes sobrenaturales.
Pero quien estaba de continuo al pie del cañón eran las enfermeras. Las que les habían tocado, tan maravillosas, tan sencillas.
–Hola Arturo, ¿cómo pasaste la noche? Un pinchacito y me voy.
Una zalamería para un paciente, un caramelo, un almíbar.
–No te preocupes, tú pincha ahí, todo tuyo –se arremangaba el pijama con docilidad.
Y pinchaban, extraían, curaban, ponían termómetros y cambiaban las botellas de suero con una facilidad que a Marcy la dejaba extasiada.
Tomaban notas y se alisaban la bata, cortita y bien ajustada, con botones delanteros, que creaba la duda de si había o no ropa debajo. La cara bien maquillada y la raya del ojo puesta y el pelo alisado perfecto. Y un perfume suave, fresquísimo que quedaba en el cuarto después de que se iban.
Siempre había oído que en los hospitales había líos de faldas, y tenía que ser verdad por fuerza.
El doctor que le había tocado a su padre era muy serio, profesional, Marcy le conoció una mañana en que pasó visita mientras estaba ella en la habitación. Le preguntó los síntomas como rezando el rosario y Arturo le respondió con monosílabos. Le puso el estetoscopio en varios sitios del pecho y miró la radiografía al trasluz meneando la cabeza en sentido negativo. A Marcy no la hizo salir mientras lo revisó.
–Curarse no se va a curar, Arturo, eso ya lo sabe usted –eso lo dijo muy clarito.
Pero el doctor era incapaz de dar una mala noticia sin arreglarla algo.
–Pero va a mejorar, eso sí, para irse a su casa, que es lo que quiere.
Cuando se iba, Marcy fue detrás de él hasta la puerta, donde su padre ya no podía oírles.
–Está muy mal, está muy mal, mi pronóstico es sombrío.
Hizo como que dudaba y prosiguió.
–Pero su padre es fuerte,  muy fuerte.
El doctor echó una ojeada a la habitación.
–Veo que tiene convertido esto en su cuartel general.
–Perdone, es que yo…, estoy preparando…
–No se disculpe, al contrario, hace muy bien. Usted es la mejor medicina para su padre. Está muy orgulloso.
Salió del cuarto, como llevándose un trozo del mal del padre de Marcy consigo para estudiarlo después bajo la lente del microscopio y sanarlo,  y dejó a Arturo algo aliviado con la esperanza de abandonar de una vez aquel encierro.


martes, 3 de julio de 2012

Marcy (49)


Tenía demasiadas funciones que cumplir y demasiadas preocupaciones que atender para poder poner los cinco sentidos en sus estudios. De no ser por la casualidad de encontrarse con Rafa, el celador de la facultad.
Cada mañana, después de las clases, solía encontrarse con él en la cafetería y se reunían en la misma mesa, desde la que se veía el Parque Central, para comerse el bocadillo.
Él se convirtió casi en su secretario personal, le hacía fotocopias, tomaba los volúmenes necesarios de la biblioteca de la facultad, le hacía resúmenes, le pasaba escritos al ordenador. Aligeró en gran medida la carga que le llevaba el máster y los primeros trabajos que presentó, paridos a medias con Rafa, fueron de sobresaliente.
En seguida se le hizo indispensable.
Siempre había creído en la predestinación, en que todo lo que le sucedía, las personas que se cruzaban en su camino, tenían un motivo, un sentido que sólo podría reconocer después, cuando fuera más vieja y más sabia.
El bedel tenía una clase de urbanidad de la que ya estaba en desuso, era un chico como traído de otro siglo, por el túnel del tiempo, en bandeja, para ayudarla. Le cedía siempre el paso, se ponía de pie en cuanto ella llegaba, le separaba la silla para que ella se sentase.
Y cuando Rafa se detenía a reflexionar se sujetaba la cabeza con una mano una y otra vez y correteaba un trecho aquí y allá como pensando.
Marcy, a veces, tenía que reñirle por su exceso de educación.
–Es un honor para mí ayudarla, señorita, indudablemente.
–No digas eso, hombre, con lo que tú me vales.
–Fundamentalmente, señorita, es usted la que me ayuda a mí.
Él era así, muy redicho, redundante, reiterativo.
A veces la saludaba o le daba las gracias tantas veces, tan repetidas, que a Marcy se le antojaba una tortura escucharle.
Este chaval es un tostón”. Pero era lo que había.
Tampoco estaba en aquel momento de su vida en condiciones de exigir un príncipe con su principado. Y Rafa era, lo primero de todo, una bella persona, un amigo de los que no le fallan a una chica en aprietos.
Un amigo al que hubiera podido darle las llaves de su casa si hubiera hecho falta.
Un amigo que, sin proponérselo, la levantó de la miseria y la hizo renacer.