Los tíos ya se encontraban en la casa y, en
seguida, todos rodearon la mesa, engalanada para la ocasión con un mantel de
hilo con graciosos bordados, hecho por Amelia hacía muchos años.
Habían logrado colocar al padre en un
sillón y situarlo en una de las cabeceras de mesa, conectado a su botella de
oxígeno a través de un fino tubo transparente. Se le veía contento, tenía un
buen día.
La anfitriona trinchó con pericia en el
aparador un tremendo asado, y lo colocó de manera artística en el centro de la
mesa. Dieron buena cuenta de él, y terminaron con un postre de crema y unos
buñuelos dulces que Amelia elaboraba sólo aquel día del año.
–¿Cómo va nuestra inversión? –preguntó en
la sobremesa el dueño de la casa a Manele.
–De maravilla, suegro, de maravilla,
produciendo un doce por ciento, una rentabilidad alta y segura –contestó
Manele.
El tío Gerardo, a pesar de su edad, iba
arreglado como un dandi, engominado y luciendo un fino bigote. Torció el gesto
con expresión dubitativa.
–Cuidado, Arturo, no te confíes demasiado,
hace poco me ofrecieron a mí algo parecido y resultó al final una estafa, me
libré por los pelos –sonrió, astuto, levantando las cejas.
–No le hagas caso, cuñado –terció la tía
Mery–. Lo que te aconseje tu yerno no puede fallar, sabe bien lo que hace.
Las dos hermanas sentían veneración por
Manele, no sabían dónde ponerlo.
La suegra le había ofrecido, del asado, los
bocados más exquisitos, y al finalizar la comida abrió en su honor una enorme
caja de bombones, ofreciéndole a él el primero según era su costumbre.
Por poco el tío dio al traste con la
agradable asamblea volviendo a sacar el controvertido asunto del dinero de
Arturo; el enfermo no estaba para preocupaciones y la tía Mery pateaba a su
marido por debajo de la mesa para cerrarle la boca, pero con escaso resultado,
porque el otro dale que te pego poniendo mil inconvenientes a aquella clase de
inversión.
No sería la primera ocasión en que la comida
familiar acababa como el rosario de la aurora, tirándose unos a otros los
trastos a la cabeza y sacando rencillas del pasado, mientras la anfitriona
replicaba en voz baja que era la última vez que celebraba la fiesta. Después,
los ánimos se terminaban calmando y a otra cosa.
Y esa vez Manele distrajo la atención,
sacando el tema de los preparativos de la cena que estaba organizando, con tal
maestría que, al poco, ya estaban todos escuchándole embobados, como si
estuviera dictando leyes de obligado cumplimiento.