Llegaron a Mazello al día siguiente y se
encontraron solos en su casa ya que los niños iban a permanecer también ese día
con los abuelos.
En la vivienda,
dentro del armario de la habitación de matrimonio, él encontró cerrado con
llave el cajetín de la documentación y le pidió a ella que lo abriera para
consultar unos papeles. Ella dijo que había perdido aquella llave y no era
posible abrir el cajetín, de manera que él, con la determinación que le
caracterizaba, cogió un destornillador y forzó la cerradura con la mayor
facilidad.
Marcy estaba
aterrada porque había ocultado allí el teléfono móvil y sabía que Manele
pondría el grito en el cielo si lo encontraba.
–Dame ahora mismo
la clave de este teléfono. ¡Pero ya!
Ella musitó los
números sin resistencia.
–Bien, veamos lo
que ocultas.
Revisó la lista
de llamadas hechas y recibidas.
–¡Ay!, Así que mi
mujer continúa con el tal Rafa. Estaba intentando olvidarme de tus tonterías,
pero ahora te pasaste de la raya.
Iba
encolerizándose cada vez más y Marcy se temió lo peor.
–Y haciéndote la
dura conmigo ¡Lo que faltaba! ¿Qué pasa, que ese cabrito te lo hace mejor que
yo? ¡Se va a enterar ese mamón!
Pensó para sí
misma que una de aquellas iba a ser la última, la definitiva.
Manele pareció
calmarse y prosiguió hablando con determinación.
–Vas a llamar a
ese Rafa porque lo vamos a visitar.
Ella se dio
cuenta de que no había escapatoria. Anunció por teléfono al chico que, si no
tenía inconveniente, iba a pasar a verlo por la tarde; al otro lado del
teléfono, el bedel contestó que no había problema.
La sujetó por el
brazo, salieron al momento del piso y bajaron al garaje. Manele abrió la
portezuela derecha de su vehículo y la arrojó al asiento, cerró dando un sonoro
portazo y se colocó tras el volante. Después de un acelerón y un chirriar de
ruedas el coche salió del garaje y, en diez minutos, llegó a la puerta de la
casa de Rafa.
Marcy había ido
pocas veces a visitarlo a su domicilio y le costó encontrar el timbre en el
portero automático, se sentía aturdida, bloqueada.
Subieron y
llamaron a la puerta y, cuando Rafa abrió, Marcy pudo ver su cara de terror
disimulada bajo una apariencia de naturalidad.
–No la esperaba
tan pronto, señorita.
Manele se quedó
plantado, echando la cabeza hacia atrás y mirando al chaval echando fuego por
los ojos.
–¡Ay, Rafita…!
Así que sigues liado con mi mujer. ¿Te dio permiso el decano? Te voy a dar unas
leches que te voy a desfigurar...
Le endosó un
puñetazo en toda la cara cayendo el bedel hacia atrás sin ofrecer defensa
alguna, Manele se agachó sobre él y sujetándole por la pechera le propinó una
andanada de bofetadas hasta que, viendo que el otro no presentaba resistencia,
le soltó y se levantó, dándose la vuelta hacia la puerta, todavía abierta.
–No merece la
pena hacerme daño en la mano por este mequetrefe -masajeó su mano derecha,
dolorido.
Lanzó una
terrible mirada a Marcy.
–Esta vez sí que
te vas a enterar, ¡fíjate lo que te digo!
A los pocos
segundos se oyó desde el piso el estrépito del coche de Manele arrancando y
saliendo a toda velocidad.
Marcy se lanzó
gimiendo sobre el cuerpo de su amigo, cogió atropelladamente un pañuelo de su
bolso para contener la sangre que manaba de su nariz.
–¡Querido!
¡Querido! Perdóname… ¡Todo ha sido por mi culpa!
–No se preocupe,
señorita, que no pasa nada. Voy al cuarto de baño a lavarme la cara con agua
fría, confío en que no tenga ningún hueso roto.
Le ayudó a
levantarse y después de haberse él lavado y secado la cara con el máximo
cuidado, le colocó ella una bolsa con hielo sobre las magulladuras. Pasado un
rato él se sintió mucho mejor y sólo su cara colorada delataba lo ocurrido, su
semblante estaba tan sereno como siempre. No le dirigió ningún reproche a Marcy
por lo ocurrido, todo lo contrario.
–Señorita, ya me
imagino por lo que usted ha debido de pasar, ¡ahora lo entiendo!
Una vez hubo ella
comprobado que Rafa quedaba en buen estado tomó un taxi a toda prisa hacia casa
de sus padres para recoger a los niños, por lo que pudiera pasar. Cuando llegó
los pequeños ya no estaban.
–Ya vino Manele a
recogerlos, hija –le anunció su madre.
Presa del pánico
tomó un teléfono llamándole al móvil, le contestó uno de los niños, el cual le
dijo que estaban muy bien y que iban de viaje para visitar a los abuelos a La
Vitia.
“No será capaz de
hacer daño a los niños, tengo que tranquilizarme”.
A lo largo de
aquella semana llamó a diario y comprobó que todo guardaba una apariencia de
normalidad y que los pequeños disfrutaban de la visita a los abuelos y de la
compañía de su padre en la propiedad vinícola.