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lunes, 28 de julio de 2014

Marcy (157)


Llamó por teléfono a su madre para decirle que iba a aprovechar a dar una vuelta por su piso y por la guardería, que estaba loca por ver a sus hijos, y que iba a quedarse esa noche a dormir en casa con ellos.
Encontró el jardín de infancia aún mejor de cómo lo había dejado. En los cristales exteriores lucía cartelería nueva de alegres colores que explicaban los servicios que se ofertaban. Al entrar apreció una agradable sensación de limpieza y perfume infantil.
Arcadia acababa de bañar a uno de los bebés y empezaba a vestirlo.
–Déjame hacerlo a mí.
Y se puso a completar la tarea observando la belleza del pequeño, desnudito, tan sólo cubierto por el pañal. Se agachó sobre aquella cabecita llena de rizos morenos. Siempre le había encantado el olor de los bebes.
–¡Huele a vida!
No podía imaginarse mayor contraste que el que había entre la unidad donde estaba su padre y aquel lugar lleno de savia nueva.
–Estoy muy contenta, Arcadia, por lo bien que te las has arreglado, y por lo bien que has atendido a mis hijos. Nunca te lo podré pagar.
–Qué cosas dice usted, Marcy, si yo estoy súper encantada.
Observó algo nuevo en los ojos de la empleada.
Arcadia corrió a la oficina y trajo unos impresos con el membrete del Ministerio de Educación.
–Me informé, Marcy, puedo convalidar y en seis meses, no más, tener el título oficial de jardín de infancia.
–Eso sería estupendo. Te traspasaría el negocio, que yo ya tengo bastante.
La joven estaba eufórica, pero a Marcy le pareció que aún había algo más.
Se produjo un silencio tenso, y Arcadia empezó a sonreír con picardía.
–No sé qué le parecerá a usted, si me lo aprueba…
–Aprobarte, ¿el qué?
–Es que el señorito Rafa me está echando los perros.
Marcy la miró a la cara sin entender palabra.
–No sabe lo que digo –Arcadia se rió, nerviosa–. Que me quiere conquistar.
Marcy había intuido que era eso.
–Venga ya, tenéis todo el derecho. A ti, ¿te gusta?
–Marcy, si hasta me ayuda en la guardería.
La inmigrante abrazó a Marcy emocionada.
–Ahora lo que falta es que se le cure su papá.
Marcy no pudo reprimir una lágrima rebelde. Parpadeó con rapidez y se puso las gafas de sol. No, no podía permitirse ninguna debilidad.
–Me voy a recoger a los niños al cole, Arcadia, que los tengo abandonados. Por cierto, ¿Laurita y sus padres siguen viniendo por aquí?
–Sí, siguen viniendo, y la niña va muy mejorada. Y también viene otra amiga de usted.
–¿Otra amiga?
–Sí, doña Isabel, ha traído a sus dos sobrinos, los hijos de su hermana. Un bizcocho de hembra, Marcy, y paga buen dinerito –hizo el gesto característico de contar monedas con su mano derecha.
Se la veía encantada a Arcadia y Marcy no quiso indisponerla contra Isabel.
A ésa no me la saco de encima, pero todo sea por la causa”. Y se despidió de la joven sin poner ningún inconveniente.

lunes, 21 de julio de 2014

Marcy (156)

  
–¡Alo, Marcy! Estoy aquí, en Greda, haciendo unas gestiones. ¿Te tomas un café?
Era el enólogo de la bodega de sus suegros, al teléfono. Él no sabía el estado del padre de Marcy y le presentó disculpas, le dijo que quedarían más adelante, que no había prisa.
Pero Marcy prefirió salir de aquel ambiente opresivo del sanatorio y distraerse durante un rato.
Quedaron en un bar del centro para el día siguiente por la mañana, antes de que él tuviera que regresar a la finca.
Cuando ella entró en el local, bastante concurrido a aquella hora, revisó con disimulo, una por una, las caras de los señores maduros, dubitativa. Hacía siglos que no veía al enólogo. Un tipo agitó la mano por encima de la gente y salió a su encuentro. Estaba desconocido, muy estropeado, avejentado, obeso, barrigudo; unas chapetas delatoras en su cara, surcadas de pequeñas venitas moradas, daban la sospecha de alcoholismo, quizá hasta de cirrosis.
Pero en cuanto él comenzó a hablar, Marcy se dio cuenta de que su cabeza estaba perfecta, era el mismo hombre cabal y bonachón de siempre.
–Por ti no pasan los años, pareces una niña. No como yo, que estoy para que me echen a los lobos.
–Si tú estás como siempre, hombre…
Ocuparon el mismo lugar en la barra donde estaba el enólogo, delante de él un vaso enorme, mediado de vino. Ella pidió un café.
–¿Aguantas el vino ya desde la mañana? Yo no podría –dijo ella mientras le observó beber el vino como si fuera agua.
–Hija, qué quieres, a uno ya le quedan pocos placeres en la vida –él soltó una risotada–. Perdona, me imagino que no estás de humor.
–No te preocupes, al contrario, me vendrá bien charlar contigo, el encierro del hospital me está volviendo chiflada. Total, no podemos hacer nada, es una tortura, sobre todo para él. Pero cuéntame, ¿cómo tú por aquí?
–Comprando productos para la bodega que entran por vía marítima. Ya tú sabes.
–¿Qué tal por la finca?
–De mal en peor. Ahora lo último es que Manele está en la bodega, para quedarse, ha pedido un permiso en la Duxa. No le queda más remedio que hacerse cargo, si no quiere que todo se vaya al garete.
–¿Tan mal está el negocio?
–Nos ha salido algún cliente respondón en el extranjero. Han detectado aditivos..., pero por ese lado no hay mayor problema, porque aquí son legales.
–¿Entonces?
–Ha saltado el tema del cambiazo de las etiquetas–. Le dijo en voz baja casi al oído.
Marcy percibió el aliento agrio del hombre.
–Está denunciado un distribuidor de los nuestros. Veremos qué se le ocurre ahora a Manele para salir de ésta.
–¿Manele estaba en el rollo?
–Quién iba a estar… Era el que se llevaba casi todos los beneficios.
El mantuvo silencio unos breves momentos.
–Esto no puede saberse, Marcy, puede caerme un buen marrón. No sé si me comprendes.
–Yo como si no lo hubiera oído.
Ella ya había terminado su café. Él apuró su vaso de un trago y se limpió la boca con una mano.
Sacó unas monedas del bolsillo y las lanzó sobre la barra en dirección al camarero.
–Vamos a hacer una cosa, dentro de unos días te llamo, para saber de tu padre. Ahoya ya no tengo tiempo para más, me esperan en la finca. ¿Quieres que te acerque al hospital? Me coge de camino.
Ella esperó a la puerta del aparcamiento subterráneo y a los pocos minutos salió el enólogo conduciendo su furgón. Marcy se acomodó en el asiento del acompañante y miró hacia atrás. El vehículo iba repleto de tanques de plástico, en cuyas etiquetas sólo figuraban letras mayúsculas y números, debían ser los aditivos.

lunes, 14 de julio de 2014

Marcy (155)


Recordaba que Rafa y García le habían hablado de los Totale. Si era la organización que estaba detrás del reportaje que León la había hecho visionar en el hotel, no cabía duda de que, como él mismo había dicho, los Totale no tenían límites.
Desde que vio aquella película apenas podía dormir, haciendo cargos continuos de un lado y del contrario, para poder tomar una determinación tan extrema. Era terrible pensar que para que su padre viviera otro ser humano debía morir. Aquello sí que era para volverse loca.
Pero tenía que decidir con audacia, de otra manera su padre moriría sin remedio.
La película consistía en la grabación de la última operación realizada en una clínica enorme de aspecto futurista. No se podía distinguir la cara de los empleados, cubierta por mascarilla quirúrgica y gafas grandes, portaban un gorro de estampados coloridos, e iban enfundados de arriba abajo con vestimenta de color blanco.
Eran todos iguales.
Se veía la llegada del preciado órgano, un corazón que latía en medio de un líquido transparente y que extrajeron con rapidez de una nevera portátil. No se explicaba su procedencia.
Marcy pensó, con horror, que hacía menos de dos horas que el órgano había sido extraído de una persona viva y que, en ese momento, en algún lugar del mundo, un cadáver yacía en una mesa de quirófano con un hueco vacío donde antes palpitaba aquel corazón.
–No hay tiempo que perder, doctores –dijo uno, inspeccionando la pieza.
El enfermo que iba a ser intervenido estaba preparado, anestesiado, enfriado, con el campo quirúrgico dispuesto y el esternón abierto. La máquina de circulación extracorpórea trabajaba con eficacia para mantenerle vivo durante la operación.
Con una pericia y facilidad como Marcy jamás se hubiera imaginado, el cirujano, en pocos cortes precisos, separó el corazón enfermo del cuerpo del paciente y lo depositó en una bandeja de metal. Tomó el corazón sano y lo colocó en el hueco.
Los ayudantes se lanzaron, al unísono, a efectuar las suturas con una velocidad asombrosa.
–Ya está. Ha quedado perfecto –dijo el que parecía el cirujano jefe–. Ahora vamos a regarlo. Retiren la extracorpórea.
El perfusionista comenzó a bajar la función de la máquina poco a poco, mientras la sangre corría por las cavidades del corazón recién implantado que bombeaba con facilidad bajo estímulo eléctrico.
–Ahora, a calentarlo. Vete despertándolo en cuanto lo cierren.
Los cirujanos se estrecharon las manos.
–La intervención ha sido un éxito –dijo el jefe del quirófano, y se retiró con su séquito detrás.
Unos auxiliares que parecían más jóvenes se quedaron cerrando el tórax del operado.
El anestesista inyectó varias drogas a través del catéter y al poco rato el paciente se empezó a mover.
En sus trajes sólo unas leves salpicaduras de color rojo intenso daban fe de lo sucedido antes de que apareciera la palabra fin en la grabación.
Sacudió la cabeza queriendo espantar aquellas imágenes y se tomó el enésimo café en la cafetería del sanatorio.
Había pedido a Raúl unas vacaciones adelantadas para poder estar al lado de su padre durante los días que se habían anunciado como los últimos de su vida, a pesar de que no podía acceder a la sala de cuidados intensivos más que un breve tiempo cada día, y pasaba las horas, con su madre, en las salas de espera y en el bar del hospital.
Estaba en estado de shock, y sólo quedaba esperar cuánto podría resistir así. Los médicos hablaban de, como mucho, diez días.
No quedaba otro remedio más que hacerse a la idea.
Por fortuna tenía unos hijos, una profesión en qué apoyarse, y tenía a Raúl, a Rafa y a Arcadia. La inmigrante se había convertido en una hermana para ella y se ocupaba de Pablo y Manu a la perfección. Y le quedaba su madre.
No tenía nada de qué preocuparse más que de la duda que la corroía por dentro desde que vio aquella película.
Todas las noches soñaba con ella.
Y el tiempo se estaba agotando.

martes, 8 de julio de 2014

Marcy (154)


No podía soportar aquel secreto martilleándole el cerebro ni un minuto más.
Cuando llamó a Laura por teléfono la encontró eufórica. Una mano oculta había movido los hilos con tal eficacia en los juzgados que Lucas estaba libre de cargos.
–Esto ha sido como un milagro. Apareció dinero suficiente para saldar todas las deudas fiscales y se acabó el problema, chula. Así de simple. Estamos locos de contentos.
Marcy no pudo evitar pensar en León.
–Ya sé lo de tu padre Marcy, que está muy mal. Para encima de todo lo que hemos pasado, el remate. Las desgracias nunca vienen solas.
–Quería hablar contigo de un asunto, Lau, ¿podemos quedar?
–Estamos en casa, ven cuando quieras.
Llegó a la casa de Laura en dos minutos, caminando con celeridad ansiosa por las calles de Mazello. Se encontró en la vivienda con la familia al completo.
Lucas la abrazó, estaba que no cabía en sí de alegría.
–Qué día que llevamos, muchacha. No ganamos para sobresaltos. ¿Y tus niños?
–Están bien, gracias.
Marcy no podía compartir la comicidad de Lucas y le apartó con suavidad.
–¿Podemos hablar a solas Lau? –dijo con un hilo de voz.
Laura la dirigió a su habitación matrimonial y ambas se sentaron en la cama.
–Cuéntame que te pasa, mujer.
–Los padres de Román me están queriendo convencer de que declare que Manele empujó a su hijo. Quieren vengarse, ¿te das cuenta?, acusarle de homicidio.
–¿Tú qué piensas hacer?
–Estoy hecha un mar de dudas, Lau. Imagínate que me han ofrecido la curación para mi padre, nada menos.
–Marcy, eso es imposible, tu padre está en situación terminal –Laura la miraba, incrédula.
–Hay un tratamiento, y están dispuestos a ayudar si colaboro. Parece mentira, pero son gente muy poderosa.
–Román resbaló, eso lo vimos todos. Manele no tuvo nada que ver.
A Marcy le chocó lo puntillosa que se había vuelto su amiga.
–No todas las versiones coinciden, y el médico y el forense del hospital dictaron un informe que indica que se aplicó una fuerza para producir la caída. Que las lesiones que tuvo no son accidentales.

–No sé qué decirte, Marcy, no sé qué decirte.