Al día siguiente se vistió su traje gris corto y ajustado, el de
trabajo, y desayunó con sus hijos. Les acompañó hasta la parada del autobús y,
de vuelta a su casa, compró unas flores blancas, entreveradas con ramas verdes,
que estaban a la venta en un kiosco ambulante y las puso en un jarrón con agua
sobre el buró de su pequeña oficina doméstica.
Había montado aquel rincón personal con el máximo cuidado, con aquel
mueble, acompañado de una silla a juego y rodeado por los cuatro costados de su
música, de sus libros, de sus pertenencias más personales.
La luz entraba a raudales por la ventana, iluminando la superficie del
buró y el ramo de flores tan frescas, tan blancas, tan delicadas, que no podía
apartar los ojos de ellas.
Tenía que organizarse.
En los últimos días habían ocurrido tantas cosas que se encontraba
como si hubiera perdido el centro de gravedad.
Era urgente la preparación de la próxima clase el máster que tenía que
dar en la facultad. Metió un disco en el ordenador y se concentró durante media
hora. Después revisó documentación que había dejado desordenada y la metió en
su cartera de trabajo.
Salía ya hacia su oficina del Zeol cuando recibió una llamada de Raul.
–Ya no está querida. Tu gestión fue efectiva cien por cien.
Si lo hubiera tenido delante se hubiera lanzado a él para comérselo.
Estaba tan nerviosa y tan contenta a la vez que casi se echa a llorar.
–¡Baja! –continuó él–. Te estoy esperando.
Ella colgó y cogió su maletín, y salió a la carrera.
Tenía la intuición de algo nuevo, de algo bueno. Su intuición nunca le
había fallado.
Enfrente del portal de su bloque estaba aparcado un todo terreno y a
su lado había un hombre tan atractivo que cualquier mujer se lo habría llevado
sin preguntar.
Raúl le indicó, risueño.
–Vente a conocer el nuevo fichaje.
Ella se quedó patidifusa.
–¿Es tuyo?
–Es nuestro –respondió él–. ¡Sube!
Él abrió la portezuela del conductor y la miró.
–¿Conduzco yo? ¿Te atreves a que conduzca tu último juguete?
–Todo para usted, mademoiselle.
Ella se sentó al volante y él, a su lado, le dio unas mínimas
indicaciones.
Cuando iba a girar la llave, Marcy le miró.
–Ahora sí que no habrá nada que nos detenga –dijo ella.
–¿Nos vamos hasta la finca? Luego volvemos y damos una vuelta por la
oficina.
En pocos minutos conducía la máquina como una experta.
–No sabía que estuvieras pensando en esta clase de coche.
–¿No hacía falta para el desierto?
Ella le miró de nuevo y le sonrió cómplice.
–¡Ah, sí! Casi lo había olvidado.
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