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jueves, 3 de noviembre de 2011

Marcy (7)




Terminó quedándose en la ciudad para visitar a sus padres, después de dejar a Isabel y a Laura en la parada del autobús en dirección a Mazello.
Marcy procuraba visitarles con frecuencia, bien sola, bien acompañada de los niños y, en ocasiones señaladas, también con Manele. Los mayores vivían solos y ella era su única hija, desde que se casó siempre había sentido la responsabilidad de que no la echaran de menos.
–¡Marcelina, hija! ¡Qué alegría verte por aquí!
Los padres nunca se acostumbraron a usar el apodo, y Marcy nunca se acostumbró a su nombre de pila, María Marcelina.
–¡Hola, mamá!, vine de compras y se me ocurrió pasarme por aquí a veros, hoy que tengo tiempo. Papá, ¿no está en casa?
–Sí, hija, Y tú, ¿ya comiste?
–Ya tomé un sándwich y un refresco antes de venir, pero me encantaría una taza de café.
Había tomado la precaución de entregar la bolsa, con el abrigo, a Isabel, una bolsa negra, brillante, con la palabra peletería en letras doradas, que no pasaba desapercibida. Tuvo miedo de que su madre, si veía la bolsa y el abrigo, le pusiera pegas.
Entraron las dos en la salita donde estaba el padre, sentado a la mesa redonda, ante un humeante y negro cafecito. Su madre siempre utilizaba unos preciosos juegos de café, de porcelana china, que le regalaron en sus bodas, y que conservaba en una vitrina acristalada.
–Hija, ¡qué sorpresa!, ¿qué tal están mis nietecitos?
En la vida había sido tan cariñoso con ella, su propia hija.
–En el colegio, papá. Este es el primer año que se quedan allí a comer, y ahora tengo más tiempo libre, podré venir a veros con más frecuencia.
–¿Y Manele, hija?, ¿dónde está?, ¿de viaje? –preguntó la madre mientras le servía el café.
Marcy endulzó su café con sacarina.
–Sí, de viaje, esta vez estará fuera una semana, en Brexals, regresará el próximo jueves, se me hace muy largo, mamá.
–No me extraña…, es que Manele es tan trabajador, una joya de niño. Qué suerte has tenido de atraparlo. ¡Y tan guapo! –dijo la madre mientras tomaba un sorbo de café, sujetando la taza con el meñique estirado.
Amelia siempre abogaba por él. Hacía un tiempo que Marcy le había dejado entrever el carácter violento de Manele, pero la madre evitaba ponerse en contra de su yerno. Le decía: “Hay que aguantar, hija, la vida es dura, ¿qué harías tú sóla, sin él con dos niños pequeños? Tú, sé complaciente, cariñosa, ese genio se acabará suavizando, ya sabes que te quiere mucho”. Y cosas por el estilo.
El padre siempre había sido más prudente, más neutral y cuando las escuchaba hablar así, se esfumaba sin dar su opinión.
Estaban chapados a la antigua, el hombre y la mujer juntos, con sus hijos, a toda costa.
Y eso que Amelia sabía por propia experiencia de lo que hablaba, a ella también le había tocado aguantar lo suyo. A las dos les había tocado aguantar.
Para evitar problemas, Marcy dejó de hablar de lo que ocurría en la intimidad de su pareja.
Estaba riquísimo el café de su madre, nadie sabía hacerlo tan bueno como ella.
–¿Por qué tomas sacarina, hija? –por el tono de voz se advertía que a su padre no le gustaba que la usase.
–Eso le digo yo, Arturo, pero siempre está con la manía de que se ve gorda.
–¡Venga ya! Dejadme tranquila tomando mi café.
Sus padres, a veces, se volvían cargantes por cualquier motivo, pero aquellas reyertas al final le resultaban hasta divertidas.  Los clásicos rollos de los padres cuando los visitas, lo mismo de siempre”.
Le hacían gracia hasta sus defectos.
Sus padres le reclamaron por los niños y ella, al despedirse, les prometió una visita próxima trayendo consigo a los pequeños.
Dejó a los padres en la salita y abandonó ella misma el piso. Cerró la puerta por fuera, tirando del pomo exterior, hasta que comprobó, por el chasquido característico, que quedaba bien cerrada.
Le salió un suspiro de lo más hondo por toda la vida que había pasado allí, con ellos, y que no volvería jamás. Aunque en aquella vida, no todo había sido bueno.

Emy Barraca

ES FICCION TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA

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