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lunes, 11 de noviembre de 2013

Marcy (120)


Al regreso de su viaje se acordó de que ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza preguntarle a Manele por los papeles que en su día le había firmado. Pero sí recordó los documentos suscritos en casa del arquitecto y, nada más llegar a Greda, le telefoneó.
Quedaron en que ella acudiría al día siguiente al estudio.
Trabajó con Arcadia, pensativa, ensimismada, durante toda la mañana. En la propia cocina de la guardería se prepararon un bocadillo y un café y después Marcy cogió su vehículo en dirección a la casa de Román. Éste le abrió la puerta con el telemando.
Se encontró a la pareja tomando también su café de sobremesa en el sofá chester. Isabel hizo ademán de levantarse pero Román se lo impidió.
–Hay confianza –dijo él.
Isabel empezó a hacerle alguna pequeña protesta de cortesía por el tiempo que hacía que no los llamaba. A Marcy le pareció tan falsa como siempre.
–Nos tienes abandonados, amiga. Nos llama mucho más Manele que tú. Hay que ver qué detallista es. Todavía ayer por la noche nos llamó para recordarnos que pronto va a venir para celebrar la cena antes de que empiecen el curso los niños.
Las mujeres se halagaron por su aspecto la una a la otra con tanta reiteración que Román las tuvo que interrumpir.
–Y bien ¿Qué hay, Marcy? ¿En qué podemos ayudarla?
–Román, a ver… Yo hace tiempo que estoy preocupada por aquellos papeles que firmamos de solicitud de apertura de cuentas bancarias, ¿te acuerdas?
–Sí –contestó con sequedad.
–Pues es que yo no recuerdo muy bien el destino de ese dinero, porque Manele quería utilizarlo con el fin de crear empresas para perforaciones de agua en el tercer mundo y, claro, era una idea muy buena.
Se detuvo un instante y, para continuar, bajó la voz mirando al suelo.
–Tanto tú como yo estábamos muy enfadados y tengo miedo de que hayamos metido la pata y lo hayamos arruinado todo.
–Me parece intolerable por su parte, Marcy. Usted vino aquí, a mi casa, hundida en la miseria y yo le ofrecí todo mi apoyo, ¿no es cierto? Y ahora viene usted a pedirme a mí, explicaciones, ¿se cree con derecho?
El tono grandilocuente de él, con una mano sobre el pecho para subrayar sus palabras, la puso en guardia.
–No sé como se atreve, Isabel. Yo, a esta señora, le abrí las puertas de mi casa, vivió de mi dinero, fue mi invitada, y aun así ahora me reclama. No me extraña que su marido la haya dejado plantada.
–Román, yo sólo quiero saber qué demonios he firmado, sólo eso, tengo derecho, ¿no?
–Usted lo mejor que hace, Marcy, es callarse la boca, oiga, si quiere que yo también me calle, porque, si estas paredes hablaran… ¡No sé lo que dirían! No sé si alguien así está capacitada para atender a sus hijos.
Se daba bien cuenta de por dónde iba Román y tenía que reconocer que no se sentía muy orgullosa de aquellos días de descontrol a su lado. Pero cómo utilizaba aquello el tipo, le pareció repugnante.
Se quedó como paralizada. Quitando algo de tensión a sus palabras él prosiguió hablando.
–Obsérvese, usted está ahora algo indispuesta, con lo que se le ha venido encima. Piense que nosotros la seguiremos ayudando para lo que necesite, ¿okay?
El cinismo de Román la dejó helada. Él tomó a su pareja de la mano y le dio un beso en la mejilla restregándole a Marcy su recobrada, supuesta, felicidad.
Menudo par, son tal para cual”.
‑Perdonen, señoras, me gustaría continuar en su grata compañía, pero he de comenzar mi obligado trabajo de cada tarde –él miró a Isabel con fijeza.
Ella se levantó y propuso a Marcy salir a acompañarla hasta el coche. Ya en la calle las dos marcharon en paralelo, sin hablarse, hasta llegar al vehículo estacionado.
–Marcy, que te conste que tú tienes la gran suerte de tener a tus hijos, lo que pasa es que no te das cuenta.

No estaba para escuchar monsergas, así que se despidió rápido y se fue, al volante de su coche, dejando a su amiga envuelta en una nube de humo del escape.

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