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lunes, 4 de noviembre de 2013

Marcy (119)


Se encontraba aquel día, como era habitual, en la guardería, bien de mañana, cuando recibió una llamada de Manele al teléfono fijo del local.
Él le dijo que tenía el número por una tarjeta que cogió el día de la inauguración, que llevaba varios días llamando a casa y que no daba con ella.
–Tienes que venir cuanto antes, Marcy, los niños están aquí conmigo.
Se le formó tal nudo en la garganta, que apenas acertó a articular palabra.
–Pero están bien, ¿no?
–Sí, están perfectamente, pero tienes que venir.
–Esta misma tarde cojo un vuelo, díselo a los niños.
Colgó el teléfono y a toda prisa reservó el vuelo para primera hora de la tarde.
No entendía como era que los niños estaban allí.
En cuanto llegó Arcadia, le dijo que tenía que irse con urgencia y se fue a su casa a por algo de dinero y la documentación.
Cogió el coche y en pocos minutos llegó al aeropuerto de Greda. Se acercó al mostrador y el empleado le ofreció tomar un vuelo que partía en una hora y que tenía aun plazas libres. Compró un billete y acudió al bar. No tenía apetito, sólo tomó un vaso de agua y se dirigió a la puerta de embarque como si con su prisa el avión fuera a partir antes.
Hacía un calor pegajoso, pero el interior de la nave estaba frío y no había tomado ropas de abrigo. El ambiente festivo de los viajeros, realizando sus rutas veraniegas en medio de una jovial diversión le causó una impresión de falta de realidad. Permaneció quieta en su asiento, inmóvil, helada, unas dos horas eternas, en un estado de alerta angustiosa, dispuesta a salir por la puerta a la llegada en cuanto estuviera permitido.
Tomó un taxi señalando la dirección en el sobre de la correspondencia de Manele y permaneció muda, alerta como una pantera. Bastante antes de lo previsto llegó a la puerta del inmueble.
Subió en el ascensor sintiendo como su corazón galopaba acelerado dentro del pecho, tan fuerte que casi podía oírlo, llamó al timbre del apartamento de Manele y éste abrió la puerta en seguida.
–Qué bien, llegaste muy pronto, ¡pasa!
Avanzó decidida por el pasillo en dirección a las voces infantiles y se encontró en el salón a los niños jugando con un enorme mecano sobre la alfombra. Una empleada uniformada limpiaba la estancia
–¡Mami! ¡Mami! Papá nos fue a buscar al campamento. ¡Mira qué juguete más chuli!, papá dice que es para mí, pero que le deje jugar a Manu –dijo Pablo, entusiasmado–. ¿Estás contenta, mami?
–Sí, Pablete, claro que estoy contenta, si vosotros estáis contentos, mamá también.
Los pequeños se agarraron al cuello de la madre, arrodillada en la alfombra, y pronto la soltaron para volver a sus enredos.
Marcy se levantó y se dirigió al otro extremo del pasillo, donde se encontraba la cocina, Manele se fue tras ella.
–¿Qué es lo que está pasando?
–Cariño, no te enfades –respondió él–. Los echaba tanto de menos que me dio por ir a recogerlos, total, ya estaba a punto de acabar el campamento. Vamos, cariño, quédate unos días, también a ti te echo mucho de menos. Quiero a mi familia.
–Marcy, te lo suplico, ¿entiendes? –continuó él–. Olvidemos el pasado y empecemos de nuevo. Yo te quiero, eres la mujer de mi vida.
Alguna otra vez él había dicho aquellas mismas palabras, que ella recibía ahora con el más absoluto desencanto.
–Ya no podemos volver a estar juntos, yo ya no quiero –contestó ella, mirándole a los ojos.
–Estamos a tiempo de salvarlo todo, mujer, dame otra oportunidad, te lo suplico.
Él casi estaba de rodillas.
–No, ya lo tengo zanjado, y es que no.
Él la miró lleno de rabia, amenazante, parecía desesperado.
–¡Ay! Luego no digas que no te lo dije…
Se contuvo un instante y dulcificó sus palabras.
–Tú eres mi chica, Mar. ¡Lo eres todo para mí!
–Me tengo que ir o perderé el vuelo de vuelta. Dentro de quince días empiezan los niños el cole, el día anterior los quiero en casa –dijo Marcy, de manera terminante, regresando a la pieza donde jugaban los pequeños.
–Mami se tiene que volver a trabajar, peques, pero nos vemos pronto, que ya va a empezar el cole, ¿vale?
Los niños estaban tan entretenidos que apenas escucharon sus palabras.
–Queremos quedarnos aquí unos días más, ¡porfa, mami…! Lo pasamos muy bien –dijo el menor.
–Sí, cariño, claro que sí.

Y sintió un desgarro casi físico al salir del apartamento, como si en aquel salón hubiera perdido una parte de su propio cuerpo, pero se dio cuenta de que no tenía más remedio que pagar un precio, el precio de una vida propia, y que ya no había vuelta atrás.

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