Se despertaron pronto y bajaron a desayunar
en la cocina, como era rutina en la casa. Sobre la mesa rectangular humeaba una
jarra de cristal grande, llena de leche de vacas de una finca vecina. La
cocinera retiró del fuego la cafetera, que ya casi derramaba su contenido por
la abertura, y les sirvió el café y después cada una se puso la leche de la
jarra.
Josefa preparó unas tostadas de pan de
hogaza en la sartén y las regó después con aceite de oliva, las colocó en una
panera de mimbre que llevaba adherido un paño blanco que rebosaba por los
bordes formando unos graciosos volantes y las puso sobre la mesa al lado de un
sencillo florero, con rosas de la hacienda recién cortadas.
A Marcy le encantaban las atenciones de
Josefa.
–Desde que se han ido los viejos estamos
muy contentos, le tenían mártir al señorito, no se lo puede figurar –dijo, al
oído de Marcy.
Las dos se desayunaron y salieron a la
plazoleta delantera. En la misma puerta del laboratorio estaba el enólogo, que
acudía a la bodega todos los días, aunque fuera domingo. Manele y el
subdirector le ayudaban a cargar las garrafas de aditivos en la camioneta. Se
acercaron a ellos.
Marcy llevaba en una mano una bolsa de tela
conteniendo una enorme hogaza de pan que había cocido Josefa para que se la
llevara.
–Nosotras ya nos marchamos –dijo.
Advirtió que el enólogo estaba satisfecho,
acarreando los pesados bidones llenos a reventar, con la misma facilidad que si
estuvieran vacíos.
–Hoy es un día grande para esta bodega
–dijo, en voz alta.
Cogió la factura y se metió en el furgón,
iba a devolverlos al proveedor.
–Me voy a Greda, señoras. Vamos a hacer una
cosa, pueden seguirme y hacemos el camino juntos –dijo.
Se despidieron de los dos hombres que
quedaban a las puertas del laboratorio.
–Piensa en lo que hemos hablado, Marcy
–dijo Manele, por último.
Cogieron el coche y siguieron la estela de
la camioneta que iba brincando sobre los baches de la carretera como si
estuviera contagiada de la alegría de su dueño.
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