Nunca le había parecido la finca de sus
antiguos suegros tan bonita, ni el enclave donde estaba situada tan espléndido,
ni las vides retorcidas que allí se criaban tan hermosas. Había decidido
entrar, como Manele le había propuesto, como socia de la bodega, pero ahora
traía además el ofrecimiento de otro nuevo socio, Raúl.
Eso si se daban las condiciones adecuadas.
Habían ido con los niños, para que pasaran
allí el fin de semana disfrutando del aire libre.
Lo miró con detenimiento, el conductor giró
la cabeza hacia ella durante unos instantes. Cada vez que él le pasaba por
encima sus ojos verdes sentía como una caricia de terciopelo en toda su piel.
–A ver….no te lo vayas a creer demasiado,
pero…–dijo ella en voz baja–, no hay otro como tú en este mundo.
Marcy sonrió y sintió en aquel momento una
rara felicidad, un renacer que no vivía desde la muerte de su padre. Sintió
incluso un hambre voraz, como unas ganas locas de comerse un bocata enorme en
un bar de carretera. Raúl accedió a parar en el primero que encontraron.
Los niños, que estaban en los asientos
traseros, viendo una película, embobados, prefirieron quedar dentro del
vehículo.
Nunca le supo nada tan rico como aquel
bocadillo.
–Ya te dije que no te lo vayas a creer,
¿ah?
–Eso me dicen todas –dijo, esbozando una
sonrisa seductora.
Se habían equipado ellos y los niños con
ropa sencilla, de algodón, apropiada para el campo y se habían abrigado con
gruesos jerseys de lana.
Marcy se encontraba como si le hubieran
sacado veinte años de encima.
Terminaron el refrigerio y volvieron al
vehículo.
Ella pensó que la broma, en el fondo, era
bien cierta. Que el hombre sentado a su lado era extraordinario. O quizá era el
producto del peligroso enamoramiento de los cuarenta años. No le importó en absoluto.
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