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lunes, 16 de septiembre de 2013

Marcy (112)

Tenía que ir a ver a su padre enfermo, lo sabía, pero entrar en la vivienda, casi convertida en un hospitalillo, abarrotada de medicinas, y verle enganchado a la botella de oxígeno, le daba pánico. Estaba tan consumido que apenas abultaba su cuerpo sobre la cama.
Los médicos se habían pronunciado, la única alternativa era el trasplante. De buena gana ella misma, en un arranque de valor, le hubiera abierto el pecho con un cuchillo de la cocina y le hubiera cambiado su pobre corazón por otro nuevo, que hubiera ido a buscar al fin del mundo.
Pero la vida se le escapaba y él ya no podía luchar contra aquello.
Se percibía el olor de la muerte.
Marcy se daba cuenta de todo con amargura, pero nada se podía hacer salvo aliviar en lo posible los sufrimientos que padecía.
Amelia, además, estaba preocupada por el matrimonio de su hija después de la precipitada marcha de sus nietos.
–¿Qué ocurre hija? ¿Pasa algo malo entre vosotros? ¿Y los niños?
–Nada mamá, ya sabes, peleas de pareja, sin importancia.
Pareja sin importancia, eso sí que era verdad.
Su madre ya tenía bastante para ella y no quería angustiarla más con sus problemas.
–Mamá, todo va bien, tengo la empresita con Arcadia, estoy haciendo el master, tengo amigos, los niños están bien y os tengo a vosotros, ¿qué más se puede pedir, mami?
Continuó fingiendo una felicidad que no sentía.
–Estoy en lo mejor, con cuarenta años, ¡dicen que es cuando la vida empieza de verdad! Lo único que quiero, más que nada en el mundo, es que papá no sufra, eso es lo importante, mami.
–No sé, hija, acuérdate de que un marido a tu lado vale mucho –remachó Amelia.
En un momento en que su madre estaba sentada al lado de la cama del enfermo, en el sillón que siempre ocupaba para hacerle compañía, Marcy sacó con sigilo la estatuilla de su bolso y la restituyó a su lugar original. A pesar del cuidado que puso, no pudo evitar que varios objetos se derrumbaran como un castillo de naipes, y el estrépito atrajo a su madre al quicio de la puerta del salón, desde donde lanzó a su hija una mirada fija, acusadora.
–Estaba mirando unas fotografías…
Odiaba más que nada en el mundo la censura de su madre. Pero Amelia se limitó a preguntarle de nuevo por los niños.
–Como todos los veranos, están en el campamento, puedes llamarlos allí si quieres.
–Sí, hija, lo haré. Y tú, ¿a que estás actuando bien? No me gustaría que te metieras en líos por culpa de esa manía de trabajar. Estabas muy bien en tu casa con tu marido y tus hijos.
–¡Mami, venga ya! Eso es cosa de otros tiempos, ahora tengo que aprovechar la carrera que vosotros me habéis dado con tanto esfuerzo.
La madre lo aceptó a regañadientes.

Cuando se despidieron, Marcy quedó con la impresión de que los miedos de la madre y los suyos propios se parecían bastante.

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