El inicio del curso escolar, a
mediados de septiembre, coincidía con la celebración de las fiestas de La
Cosecha en Greda, y la ciudad se llenó, un año más, de mercadillos medievales
donde se podían degustar y adquirir los frutos de la tierra más logrados,
observar animales bien criados, de las mejores razas locales, y presenciar
antiguos oficios, representados por gentes ataviadas con trajes tradicionales.
A los niños les encantaba el
paseo por la ciudad durante aquellos días, de la mano de sus padres, y comprar,
en puestos multicolores, algodón de azúcar y manzanas de caramelo. Y les
encantaba asistir a la comida acostumbrada en casa de sus abuelos.
El día grande, el último de la
semana de fiestas, los padres de Marcy invitaban a almorzar en un ritual que se
repetía de año en año y al que acudían, además de Manele, Marcy y los pequeños,
los tíos Gerardo y Mery.
La tía, hermana de la madre, era
una dama mucho más sofisticada que ésta, y el tío un verdadero cascarrabias,
pero Marcy les guardaba afecto desde pequeña, cuando pasaban ambas familias
días de veraneo juntos. Los tíos no tenían hijos y todos los caprichos eran
para la sobrina.
La madre le comunicó que ese año
tendría lugar el banquete, como siempre, y que los esperaba a todos, recalcó, a
todos.
Llegó el día señalado y Marcy
partió, de paseo por la ciudad, con un hijo de cada mano, perfectamente
endomingados como era la costumbre. Se detuvieron en un teatro de títeres, a
presenciar la función, que siempre terminaba con unos buenos escobazos a la
bruja, y después continuaron a pie a casa de los abuelos, comiendo unas
golosinas recién compradas.
Marcy se había puesto un sencillo
vestido de flores pequeñas amarillas, de manga corta, pues aún apretaba el
calor, largo hasta la rodilla, y sandalias planas de cuero, y llevaba colgado
de un brazo, en un capazo, un bollo dulce para Amelia, que había hecho la
víspera, como mandaban los cánones.
Los tres llamaban la atención,
caminando entre los rústicos que voceaban sus productos a los cuatro vientos; los
dos niños, tan pulcros, y su madre que era la pura personificación de la
femineidad.
Cansados ya del paseo recalaron
en casa de los padres para la comida.
Cuando llamaron al timbre y
Manele les abrió la puerta, Marcy se quedó atónita.
Los pequeños, alborozados, se
lanzaron a abrazar al padre, y ella permaneció detrás, sin saber qué decir,
sujetando el capazo con las dos manos.
–¡Hola! Así que has venido… –dijo
Marcy apenas rozándole la cara con su mejilla–. No contaba contigo.
–Cómo voy a faltar, cariño. Jamás
me perdería yo la invitación de tu madre –contestó él mientras Amelia,
satisfecha, se acercaba pasillo adelante a abrazar a sus nietos.
–¡Ya estaba deseando veros a
todos juntos! –exclamó ésta.
Manele advirtió pronto que, a
causa de su trabajo, debería regresar a Brexals esa misma tarde, y que había
tomado un vuelo por la mañana, ex profeso, con la única intención de
cumplir con la festividad como cada año.
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