Ya estaba el sol bastante bajo y entraba
formando láminas doradas por las ranuras de las contraventanas cuando la
cocinera picó a la puerta con los nudillos.
–Señorita, pueden bajar, la cena ya está
preparada.
Volvieron a vestirse lo mismo que habían traído,
unos vestidos veraniegos de flores, y zapatillas de tenis. Bajaron a la planta
principal y Marcy salió al exterior, con las llaves del coche en la mano, para
coger dos rebecas de punto que habían dejado dentro.
Los obreros ya se habían ido y los dos
enormes mastines, guardianes de la finca, ya estaban sueltos y se acercaron a
Marcy, despacio, moviendo la cola. Ellos la conocían bien y sabían que podían
esperar las caricias que siempre les prodigaba.
El aire de la tarde ya no era tan caluroso
y el horizonte se veía rosado, límpido, maravilloso. “Esta gente no sabe lo
que tiene”.
Entró con las prendas y se encontró con
Manele, el subdirector y Arcadia ya sentados a la mesa. Le tendió una de las
rebecas a la joven, se vistió la otra y ocupó el puesto vacante.
La cocinera sirvió, a ella en primer lugar,
un panaché de hortalizas de la huerta trasera que sabía que gustaban
mucho a Marcy.
–En su honor, señorita, que ya se la estaba
echando de menos.
–Gracias, Josefa, a tu salud –respondió
Marcy.
Manele decantó el vino natural, el que
sabía que a ella le gustaba. El enólogo se había marchado ya después de su
jornada, a su residencia en el pueblo cercano, donde vivía con su familia. El
subdirector, por lo que Marcy entendió, debía estar alojado allí, se le veía a
sus anchas.
Les gustó mucho la cena y el vino. La
cocinera sacó bombón helado de postre.
Se sentaron en el tresillo que, en ese
momento, a Marcy no le pareció tan espantoso como antes, quizá por la luz incandescente
que emitía la araña de metal, que suavizaba sus formas. Afuera ya reinaba la
oscuridad y el silencio, sólo alterado por los sonidos de los animales de la
noche.
La cocinera les sirvió unas copas de jerez.
–Ustedes tendrán que hablar y yo me retiro.
Siempre decía la misma frase, todas las
noches, cuando se despedía para acostarse. Aquella empleada formaba parte de la
casa desde que, a los diez años de edad, se quedó huérfana y entró a servir en
la heredad.
Manele encendió la tele, que emitía noticias
a las que nadie prestaba atención.
–Ahí va el notición: tenemos un proyecto de
turismo para la bodega. Es el último grito en el mundo del vino. Traer
visitantes, hacer un pequeño hotelito para que se alojen, darles cursos de
cata, tratamientos de spa y toda esa mamonada.
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