Fue imposible llegar a saber con certeza si
aquel incendio fue, de verdad, un mero accidente, o fue provocado. Las pruebas,
en caso de haberlas, habían quedado calcinadas entre el amasijo de hierros
negros y retorcidos en que había convertido el coloso.
Se informó como causa el cortocircuito
detectado por el ordenador central.
Marcy no las tenía todas consigo, pero sus
trabajos en el Departamento de Ayuda al Desarrollo fueron distrayéndola de sus
sospechas.
Allí estaba, en el Trass Building otra vez.
La Duxa había decidido ocupar, y equipar el
edificio, por el que aún rodaban algunos restos de mobiliario desvencijado y
polvoriento, usado por Lank Corporate, que no habían conseguido vender.
Aquel día su hijo mayor, Pablo, se había
empeñado en acompañarla, mientras el pequeño se había quedado en casa, con la
abuela. El chico quería ver a toda costa la nueva oficina de su mamá. En los
últimos meses Pablo había pegado un estirón considerable y ya era casi tan alto
como su madre. Marcy sabía cómo le gustaba a su hijo mayor que le seleccionara
así y que, de vez en cuando, compartieran un tiempo a solas. Después irían a
tomar una hamburguesa.
Desde que había crecido se sentía aún más
unida a Pablo.
Pablo y Marcy entraron, junto a otros
empleados y al director, al Trass Building.
Había que organizar el reparto de los
huecos. Ella se dirigió, derecha, a su antigua oficina, como atraída por un
imán. No era capaz de asumir en su cabeza lo que estaba sucediendo. Miró el
lugar que ocupaba, como becaria en prácticas. Recorrió el despacho de Nacho,
donde sólo había un fichero desvencijado, con los cajones medio arrancados.
Observó las manchas lineales en la pared,
dejadas al quitar los cuadros, el hueco donde Nacho tenía el fax.
Volvió a su antiguo despacho.
Pablo venía siguiéndola.
–Éste fue mi primer puesto de trabajo, qué
feo, ¿no? Hay que limpiarlo a fondo.
Le hizo gracia ocupar aquel mismo lugar.
Al poco entró Raúl, que ya había terminado
de asignar los espacios para los demás directivos.
Sus hijos ya conocían a Raúl, ya habían
acudido varias veces a verla al Zeol y se lo había presentado.
–Hola señor director –dijo Pablo, que ya
había cambiado la voz.
–Aquí, ayudando a mamá, como debe ser. Esto
va a necesitar una buena brigada de limpieza –dijo Raúl, intentando ver a
través de los cristales.
–Eso tiene fácil remedio –dijo Marcy–. A
ver qué te parece, Pablete, si invitamos a este señor a una hamburguesa.
–Una doble súper burguer, como cuando era
estudiante. No puedo resistirme –respondió Raúl–. ¿Me invitas, Pablo? Estoy
muerto de hambre.
El chico parecía todo azorado, miró a la
madre interrogante.
–Vamos a llevárnoslo, Pablo, pobrecito.
Pero que invite el jefe, ¿no?
Y enganchó el brazo de su hijo saliendo de
su oficina.
Raúl rió, divertido, y les siguió.
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