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martes, 19 de junio de 2012

Marcy (47)


En la siguiente ocasión en que acudió Manele a visitarles, Marcy no fue a recogerlo al aeropuerto. Él mismo llegó a la casa tomando un taxi.
Era ya bien entrada la tarde y los niños ya habían cenado y estaban aseándose antes de irse a la cama.
–Estás muy guapa, Mar. Toma, te he traído un regalo.
La llamó por el apodo que él usaba cuando eran novios.
Y le tendió a Marcy un paquete pequeño, bellamente preparado, en cuanto traspasó la puerta de entrada. Como el que entrega un tesoro, preparado a conciencia, que se entrega a una novia muy querida.
Ella se dio cuenta en seguida del propósito de aquel presente, borrar de su ánimo lo pasado y hacer, una vez más, cuenta nueva.
Deshizo el envoltorio, abrió el pequeño estuche y descubrió un maravilloso anillo de oro blanco con una hilera de cinco brillantes de buen tamaño, lo cerró y avanzó en dirección a él, que ya abrazaba a los pequeños.
–Es un cinquillo, ¿no?, muy bonito, gracias.
Lo envolvió de nuevo y lo depositó sobre el chifonier de la entrada. Él no pareció ofendido y, con naturalidad, lo cogió y lo metió en uno de los cajoncitos superiores del mueble.
En la casa, entre la pareja, se respiraba una calma tensa.
Marcy calentó unos restos de esos que se quedan perdidos por la nevera.
Como si de dos extraños se tratara, compartieron una cena triste, masticando y tragando la comida, sentados uno enfrente del otro, sin hablarse, con el único sonido de las voces de los niños relatando todo lo ocurrido desde la última visita del padre.
Marcy no le dijo nada del máster que estaba estudiando.
Se había cuidado bien de ocultar todos los apuntes en un armario bajo llave, junto con un portátil y un teléfono móvil que acababa de adquirir.
Ya habían terminado el postre cuando el hijo menor, Manu, el más inquieto, se lanzó a los brazos de su padre.
–¡Mamá está estudiando! ¡Mamá está estudiando!
–Algún libro de la biblioteca, que cojo, para no aburrirme.
Marcy se levantó a recoger los platos, para distraer la atención.
Tras la cena llegó la hora de acostar a los niños y un creciente desasosiego se fue apoderando de ella. Recuperó, con discreción, el teléfono oculto y lo encendió en modo silencio, introduciéndolo en el bolsillo de su batín.
–Manele, voy a dormir con los niños. Pablo anoche, tuvo fiebre y tengo que vigilarlo. Ideó sobre la marcha aquella disculpa para evitar quedarse a solas con su marido. No obtuvo respuesta alguna.
Se dirigió con determinación al cuarto de los pequeños y abrió la cama supletoria.
Apenas consiguió conciliar el sueño en toda la noche y soñó con un hombre tierno y a la vez fuerte y viril, el héroe que aparecía en las novelillas que leía de jovencita, que se enamoraba de ella y sólo de ella, para siempre jamás.
Al día siguiente, nada más levantarse, Manele puso tierra de por medio, salió de casa sólo, con su maleta de viaje en la mano y tomó un taxi.
Dijo que iba a visitar a sus suegros, y después se iría a La Vitia para ver a sus padres y que, desde allí, regresaría a Brexals el domingo, de vuelta a su trabajo.
Todo por su cuenta, haciéndose el independiente. A golpe de taxi. Mejor así.
Marcy reconocía a la perfección aquel comportamiento. Después de una tormenta él procuraba calmar el ambiente durante un tiempo, para que ella olvidara, hasta que llegara la próxima.
Se acercaba un poco para controlar y después se apartaba hasta que se enfriaran las cosas.
Ella le conocía bien la pauta.
Sabía que él esperaría lo suficiente y así ella olvidaría y volvería a arrojarse a sus pies, como el drogadicto se aferra a su droga, como el fanático a su dios, sin razón, sin condición, para que la quisiera unas migajitas más, para arrancarle de la cabeza a sus amantes.

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