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martes, 26 de junio de 2012

Marcy (48)


Tenía que reconocer que Manele había llegado a su vida en el momento oportuno. Ya lo conoció en el primer curso, pero fue a la mitad de la carrera, lo que se llamaba el paso del ecuador, cuando formalizaron la relación, durante el viaje de estudios.
Marcy hasta entonces había tenido poca suerte con los chicos.
Había tenido amigos, de los de pasear cogidos de la mano por el Parque Central de Greda y cruzarse miradas románticas durante horas. Después de los amigos de darse una paliza de abrazos y besos calenturientos que no llegaban a más.
Pero fue a los dieciséis cuando vivió la primera relación larga, con las primeras escaramuzas de sexo puro y duro en la parte trasera del coche de él.
Aquella relación había durado un año, el tiempo suficiente para que ella se figurase que el chico, dependiente de un supermercado próximo a su casa, iba a ser el hombre de su vida. Lo empezó a tratar en una cafetería que solía frecuentar con sus amigas, pero lo conocía de un tiempo atrás porque llevaba la compra del supermercado a su casa, que su madre a veces encargaba por teléfono.
Desde que se cruzaron sus ojos, Marcy supo que iba a tener algo con él.
Era un chaval de esos ágiles, desenvueltos, de pelo castaño, rizado, algo enmarañado, que le hacía la cabeza en forma de bola. Delgado hasta la exageración, de ojos huidizos y labios gruesos, sensuales.
A veces, cuando miraba a Marcy, quizá por los nervios, mordisqueaba el labio inferior y se clavaba los dientes hasta dejarlo colorado.
Salieron al cine varias veces donde se  sentaban en las filas traseras, en lo más oscuro, para darse unas friegas tremendas, después pasaron muchas tardes en el coche de él, en lugares descampados a las afueras de Greda, donde probaron todas las posturas que fue posible ensayar en dimensiones tan reducidas.
El chico ya era bastante experto y Marcy se estrenó a base de bien.
Pero al poco tiempo de tratarlo las cosas comenzaron a torcerse. Él se volvió reacio a que salieran juntos a pasear por la ciudad y sólo quería recogerla cuando ya había oscurecido, en la esquina más cercana a la casa de ella y salir al descampado, siempre el mismo, para hacer lo mismo de siempre y devolverla a la puerta de su casa a las once de la noche, que era la hora máxima de llegada que a ella le permitían sus padres.
No accedió a darle a Marcy explicaciones por aquel cambio de comportamiento.
Habían quedado para la tarde a la hora convenida, en la esquina de siempre, pero Arturo la había castigado por sorpresa, por darle una mala contestación y no podía salir.
No sabía como comunicarse con su novio y llamó al supermercado desde una cabina de la calle. Preguntó por él.
–No se encuentra en la tienda, hoy tiene el día libre –le contestaron al teléfono.
–¿Hoy no fue a trabajar?, qué extraño.
–¿Cómo que extraño, señora? ¡Si hoy es el día de su boda!
Marcy se quedó fulminada, paralizada, se le cayó el auricular de la mano, el cual quedó oscilando un rato pendiente del cable, aún se oía muy baja la voz de la mujer.
–¡Oiga!, ¡oiga! ¿Le ocurre algo?
Después sonaron los pitidos intermitentes que indicaban que había colgado.
Allí se quedó el auricular pendiente del cable y Marcy salió de la cabina como una sonámbula.
Le estaba bien empleado, por crédula, su madre se lo había advertido varias veces: “Eres muy inocente, Marcelina, te van a engañar, ándate con cuidado”.
Era la primera vez en su vida que sentía una derrota semejante, por lo inesperado, por lo cruel.
Regresó a su casa y se encerró en su habitación para que sus padres no adivinasen su congoja y se lanzó a su cama conteniendo las lágrimas.
No quería ni por lo más remoto tener que dar explicaciones a la hora de la cena.
Al día siguiente, en el instituto, contó lo sucedido a sus amigas íntimas.
–¡Qué dices Marcy!, ¿el de la tienda?, no sabía que estuvieras saliendo con él –dijo Laura sorprendida.
Ellas apenas conocían al muchacho.
–¿Así que se casaba? ¡El muy gilipollas! Y tú no sabías nada. Seguro que el muy cobarde no se atrevió a decírtelo a la cara, el muy cerdo –dijo Isabel.
Agradeció mucho la solidaridad de las chicas y, como pudo, fue desterrándolo de su cabeza.
Se prometió a sí misma que no volvería a liarse con nadie hasta que fuera vieja y ya nadie pudiera hacerle daño.
Pero pronto apareció Manele y con él las ilusiones de felicidad para el resto de su vida.

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