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martes, 29 de noviembre de 2011

Marcy (14)




La cena en el famoso restaurante CityCent prometía. Marcy ya había asistido en otras ocasiones a eventos de la Duxa Limited, pero aquella noche iba a ser especial, se esperaba a la plana mayor de la compañía.
Una larga y engalanada mesa, dispuesta con todo lujo, esperaba a los distinguidos comensales. La vajilla y la mantelería, de primera clase y, delante de cada plato, un conjunto de copas de cristal finísimo.
El grupo fue reuniéndose en el bar de la entrada, después pasaron al comedor y tomaron asiento cada uno en el lugar indicado en su respectiva tarjeta, los empleados a un extremo de la mesa y los acompañantes al otro. A Marcy le correspondió bastante lejos de Manele y a su mismo lado de la mesa, de manera que sólo lo veía de vez en cuando, según el movimiento de las cabezas que los separaban. Observó que, enfrente de él, se había sentado Sonia.
Las damas parloteaban conversaciones banales, que Marcy apenas oía, pendiente como estaba de las evoluciones de su marido. Los niños y la casa eran los tópicos preferidos en aquella clase de eventos; las señoras hablaban que mareaba, todas a la vez. Marcy metía baza, de tanto en tanto, por no desentonar.
–Marcy –le dijo la esposa de uno de los ejecutivos, con retintín–, se le ve a Manele embelesado con Sonia.
La señora revolvió en la herida con perfidia, mientras Marcy advirtió en sus ojos una curiosidad morbosa por ver la reacción a sus palabras. Las otras prestaban atención.
–¡Son tan trabajadores! No puedes acercarte a ellos, porque no hablan más que de la empresa –respondió Marcy con poca fe en haber logrado borrar el efecto de las palabras de la dama.
Vieja bruja, cacatúa, marrana”. De buena gana le hubiera vaciado la jarra de agua de diseño encima de su terrible peinado, pasado de moda.
Miraba a hurtadillas, en cuanto podía, en dirección a su esposo, observando con disimulo a Sonia, que parecía dispuesta a arrasar con sus armas de mujer.
La ejecutiva prestaba atención a sus compañeros como si fueran superhombres, pero, sobretodo, estaba atenta a Manele. Se disculpó para ir al baño, mostrando, a la vista de todos, su trajecito negro mínimo, que dejaba ver sus magníficas piernas. Al regresar, mientras se inclinaba para acomodar su bolso, descubrió, entre las solapas de la chaquetilla, dos porciones de pecho exuberantes. No había movimiento de la rubia platino que Marcy no observase, en una danza que percibía estudiada a la perfección y destinada a conquistar a su marido.
La divina rubia platino estaba en la cima de su seducción.
Marcy tuvo que hacer uso de toda su sangre fría para controlarse, mientras hablaba intrascendencias con sus compañeras, casi sin saber lo que decía.
Se fueron disponiendo los manjares, presentados en platos enormes, que más parecían obras de arte que alimentos. En otra circunstancia, Marcy habría valorado mucho aquellas viandas, pero en aquel momento todo se le antojaba extraño, como formando parte de una función de teatro de la que ella era apenas figurante.

ES FICCION TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA

jueves, 24 de noviembre de 2011

Marcy (13)




Entraron en el aparcamiento, sin mirarse ni cruzar una palabra. Se metieron en el coche como autómatas, cerraron las portezuelas del potente deportivo, y un rugido del motor, que atronaba, anunció la salida del vehículo. Mientras avanzaban hacia su casa, Manele se mantuvo en silencio; ella observó, por la expresión de sus ojos y el encajamiento de su mandíbula, el talante furioso que se estaba apoderando de él.
Aparcó en la plaza de garaje de su edificio y salió, destemplado, hacia el ascensor, con Marcy detrás de él.
Nada más franquear la puerta de entrada de la vivienda, Manele rugió.
–¿Pero tú te crees que puedes ir por ahí, de esa manera, que pareces una cualquiera?, ¡y en la puerta de mi trabajo! Me estás poniendo en evidencia en mi misma empresa, ¿o es que no lo entiendes? –dijo, dirigiéndose a ella, sujetándola con fuerza por los brazos.
Ella callaba, pensando que era lo mejor, dejarle que la riñera hasta que se apaciguara, pero él comenzó a zarandearla con fuerza y después la despojó de su abrigo.
–¡Semejante despilfarro…!  vas y lo devuelves, ¡pero ya! Esto se me consulta a mí, siempre ¡Que sea la última vez!
La encaminó hacia el dormitorio, donde arrojó al suelo la prenda, sin miramiento, y la lanzó después a ella, de bruces, sobre el lecho. Levantó su falda con rudeza y cayó, desplomándose sobre ella, con todo su peso.
–¡Te vas a enterar de quién manda aquí, María Marcelina!
La forzó sin que ella pudiera hacer nada por contenerlo, sólo percibir los resuellos de él y esperar a que finalizara cuanto antes.
Como si él tratara de apoderarse hasta de su misma alma.
–¡Levántate! –él ya estaba de pie y se dirigía al cuarto de baño–. Habrá que llamar a la canguro, hoy tenemos cena de la compañía. Y ponte el traje verde de lana y recógete el pelo.
Marcy entró en el baño de los niños y dejó correr la ducha sobre su cuerpo magullado, varios redondeles rojos en sus brazos delataban las huellas de los dedos de Manele.
No acababa de acostumbrarse a esa forma de amor, o lo que fuera aquello.
“Hija, es así su carácter, pero actúa así porque te quiere”, eso decía su madre y así debía ser, aquella frase resonó en su cabeza hasta que la hizo suya.
Actúa así porque me quiere”.
No tardaron en llegar los niños con su cuidadora, montando jolgorio por el reencuentro con su padre.
–¡Papi, papi, papi! –gritó el menor, a todo correr por el pasillo.
–Aquí estoy, campeón –contestó Manele, mientras salía del baño, equipado con su albornoz. El pequeño se lanzó a sus brazos.
–¿Qué me has traído, papito?
Manele desplegó, sin tardanza, los numerosos regalitos que les había comprado en el aeropuerto, justo los preferidos por los niños.
Marcy abrió el armario para seleccionar la ropa y tomó el traje verde. La falda larga, por debajo de la rodilla, y la chaqueta, cerrada por una hilera de botones, hasta el cuello, la hacían parecer mayor. Además el tipo de paño, grueso y deformable, la engordaba, por eso nunca se lo ponía. Olía algo a rancio, tomó un perfume y lo pulverizó sobre la tela.
Se hizo un recogido bajo y cubrió el cutis con una gruesa capa de base, pintando los labios de color rojo. Se acercó a Manele para decirle que ya estaba lista.
Él se había vestido con un magnífico traje oscuro, de corte moderno, ajustado a su cuerpo, y una camisa blanca de seda.
No se puede ser más guapo”. En un momento, ella ya había olvidado todo lo sucedido.
–Hasta luego, niños, ¡portaros bien! –el padre los despidió entre las protestas de los pequeños, que le achacaban el poco tiempo que pasaba a su lado.
Marcy observó un aire de tristeza en la carita de Pablo, como si el niño hubiera entendido que pasaba algo malo entre sus padres.
–¡Hasta mañana, peques! –dijo ella.
Y dirigió a su hijo mayor la mirada más dulce del mundo, deseando con toda su ser que nada, nunca, pudiera hacerle daño.

martes, 22 de noviembre de 2011

Marcy (12)




Manele regresó de su viaje trascurrida una semana de su partida, tan tarde, que Marcy y sus hijos ya estaban acostados. Ella, contrariando su deseo, se mantuvo inmóvil, casi conteniendo la respiración, fingiendo el sueño. Notó como él se introducía en la cama, sigiloso, sin encender la luz, y se dormía a los pocos segundos.
Cuando se despertó al día siguiente, él ya se había ido. Se levantó, se aseó con rapidez y se colocó un discreto modelo de falda y suéter ajustado, con botas a la rodilla, marcó sus ojos y labios levemente y dejó su pelo suelto, ondulado, sobre la espalda.
Aquella mañana se sentía bien, pletórica. “Voy a tomar las riendas de la situación”.
Tras llevar a los niños al colegio realizó la compra, con la intención de preparar una cena sorpresa para dos. Adquirió algunos artículos más exclusivos de lo habitual, un pequeño envase de caviar, medallones extra de solomillo y frutillas exóticas, además de una botella de vino rosado.
Fue después a jugar unas monedas, resultando una nada exigua ganancia de cincuenta euros. “Hoy me planto aquí”. Aquel día estaba de buen conformar.
Retornó a casa para disponer la compra en el frigorífico y preparó una salsa ligera para acompañar la carne.
Tenía pensado acudir al trabajo del marido a la hora de la salida para darle una sorpresa, aprovechando que los viernes salía de su trabajo a las tres.
Colocó sobre su ropa el abrigo nuevo y ajustó el cinturón con un nudo doble. Largo por encima de la rodilla, al ras de la falda, le daba un aspecto a la vez juvenil y exclusivo. Se le adaptaba tan bien que parecía hecho a la medida. Al pasar delante del espejo se detuvo admirando el resultado, la estilizaba.
Tomó un ligero tentempié y se dirigió al centro en el autobús, parando en las inmediaciones del trabajo de él. Se acercaba la hora de salida y se fue aproximando al Zeol Center, deteniéndose a unos metros de la puerta principal, cuando comenzaban a salir los empleados.
Una ejecutiva escultural, rubia platino, apareció en aquel momento, bromeando divertida con alguien que la acompañaba y que apareció detrás de ella con semblante risueño. A pesar de la distancia y el tumulto, reconoció que quien escoltaba a la rubia platino era su marido. Marcy, de manera instintiva, se acogió a la vera de una farola para no ser vista por la pareja y poder dominar su coraje.
Los vio marchar, despreocupados, por la acera, de espaldas a ella, deteniéndose un trecho más allá, mientras proseguían su animada charla.
Tengo que salir al ruedo y dar la cara”. No iba a asustarse por una rubia platino de nada.
Decidida, comenzó a andar detrás la pareja, dijo el nombre de su marido y él se volvió.
–Marcy, ¿qué haces tú por aquí?
Su expresión dejaba traslucir un enfado mal disimulado.
–Perdona Sonia –dijo a su colega, que esperaba a unos pasos de distancia–, trataremos con detalle ese asunto el próximo lunes ¡Ciao!
Apenas la otra se despidió y tomó un taxi, Manele empezó a destilar su rabia contra ella.
–¿Para qué demonios vienes aquí a ponerme en ridículo delante de la gente? Sabes que no me gusta –. Él estaba empezando a exaltarse.
–Cariño, quería darte una sorpresa. Hoy es el aniversario de nuestra primera vez.
Traía pensada esa justificación, pero no le salió con el punto erótico, convincente, que traía preparado.
Tenía que mantener el tipo a pesar de todo.
–¿Y ese abrigo?, ¿de dónde lo has sacado?, no lo habrás comprado, ¿verdad? no estamos para esos lujos.
–Bueno…–balbució ella–, mis amigas me animaron a comprarlo, pensé que te gustaría.
–Aunque la mona se vista de seda...
Marcy se sintió absurda, disfrazada, tonta perdida. No había acertado.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Marcy (11)




Con el tiempo acabó por reconocer su error por la manera artera con la que consiguió su primer embarazo.
Recién casados, Manele no quería, ni de lejos, convertirse en padre.
Al poco de instalarse en Mazello, la empresa le ofreció un traslado a un país lejano, cuyo nombre Marcy nunca llegó a aprender. Ella no quería marcharse de ninguna manera.
Además, ya terminada la carrera, y aún conviviendo con sus padres, ella había cogido la costumbre del juego.
Un día, sin mayor motivo, entró en un salón próximo a su casa y consumió en una máquina tragaperras todo el dinero que llevaba para hacer la compra. Justo cuando metió la última moneda que tenía, pensando en la excusa que iba a dar a su madre, por ejemplo que le habían robado el monedero en el bus, la máquina le concedió el premio máximo, saltando las monedas con tal violencia y celeridad que rebasaron por encima del cajetín cayendo algunas de ella al suelo.
Las recogió todas y entró en una sucursal bancaria, para cambiarlas por billetes, y después entró en una boutique de moda, de las más exclusivas de Greda, y se compró ropa interior de firma.
Desde entonces, quedó enganchada.
Cada vez quería más ropa de lujo, y tenía que jugar para obtenerla.
Salía, cada mañana, a buscar empleo, con su currículo debajo del brazo, pero aquel trabajo no llegaba nunca. Era el pretexto para echar el tiempo jugando.
Sacaba el dinero a sus padres, con la disculpa de matricularse en cursos de idiomas o cosas semejantes, pero aquel dinero se transformaba en monedas, que terminaban engullidas, en fila india, por las máquinas de juego.
Llegó a engañar a sus padres, e incluso a Manele, cuando eran novios, diciendo que trabajaba llevando la contabilidad de una comunidad de vecinos.
Todo mentira, y le remordía la conciencia.
Y para acabar empezó a tener celos de Manele, celos profesionales y celos por las mujeres que le merodeaban en su trabajo y en la finca de los padres de él.
Para salir de aquel atolladero decidió quedarse embarazada, en contra de la voluntad de su marido. Dejaría su ficticio trabajo para ocuparse del niño y evitaría marcharse al extranjero.
No había otra solución.

martes, 15 de noviembre de 2011

Marcy (10)




Atender a sus hijos a la hora de acostarse, dirigir sus preparativos rituales, besarlos y achucharlos una vez que estaban tumbados en sus literas y darles las buenas noches, era de lo que más le satisfacía en la vida.
–¡Mami, no te preocupes de nada, cuando sea mayor te defenderé de los malvados!
Pablo recitó aquello con una gracia y una inocencia que sobrecogía.
Comenzaron a jugar con dos espaditas de plástico a caballeros medievales. Pero Marcy no estaba con ánimo de tolerar su algarabía y los mandó a dormir. Fue acallando sus protestas, con poca paciencia, apagó la luz y esperó a oír sus respiraciones acompasarse, anunciando el sueño.
Cenó un leve refrigerio y encendió el televisor de su cuarto, sin poder distraerse de sus confusos pensamientos, de sus dudas más negras; aquella voz femenina se había grabado en su cerebro, se había instalado en su corazón como una losa.
Otra vez, en una americana de él, había encontrado el ticket de un perfume caro, que no era para ella. Y así, más veces.
Había otra, no quiso engañarse más, sin ninguna duda, hacía tiempo que lo sospechaba. Siempre había otra.
Manele la acusaba de celosa y llevaba razón. No soportaba las miradas que le lanzaban las compañeras de la facultad cuando eran novios y paseaban cogidos de la mano y, aún peor, cuando en las primeras visitas a la propiedad vinícola de sus suegros conoció a la vecinita que bebía los vientos por él; tan bella y tan femenina que no parecía una mujer de campo, luciendo tipazo y modelito y que aparecía por allí, haciéndose la encontradiza, en cuanto ponían el pie en la finca.
Marcy reconocía algo enfermizo en su manía de celos.
Recordó las palabras de su madre: “Por la noche siempre se ve todo peor de lo que es”.  
Estaba exagerando, no había nada que temer. Cuando él iba de viaje se figuraba que otras mujeres podían rondarle, pero él era un hombre de familia, a pesar de ser tan atractivo, ¿por qué iba a serle infiel y poner en peligro su hogar?, él era demasiado inteligente para involucrarse en problemas…
Lo admiraba tanto que siempre le encontraba una justificación.
Ya que no conciliaba el sueño, se levantó de la cama y sacó el contenido de la bolsa que había dejado, al llegar, abandonada en la entrada. Recogió su cabello en un moño alto y se divirtió probando su ropa más sexy, con el nuevo abrigo encima. Complementaría el atuendo con unas botas y unas discretas joyas de diseño que había adquirido hacía poco.
Se encontró poderosa, segura de su feminidad.
Si se mantenía fuerte, nada ni nadie podrían con el amor que se profesaban.
Descolgó el teléfono, buscó la tecla de ultima llamada y, de manera instintiva, la pulsó. Sólo era la una de la madrugada, Manele descolgó al otro lado el auricular.
–Marcy, tengo mucho sueño, estoy agotado –dijo, mientras ella registraba cualquier sonido sospechoso.
No oyó nada más que la voz pegajosa de su marido.
–Perdona, cariño, sólo llamo para desearte buenas noches.
Había oído lo que quería oír, y colgó.
Una vez más su pánico infundado le había jugado una mala pasada.
Sus miedos se transformaron en una dulce placidez, que la llevó al sueño apenas se acostó en la cama.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Marcy (9)


Iba con retraso cuando apareció por la puerta del patio de la escuela y observó que sus hijos, con otros rezagados, jugaban a la pelota para hacer tiempo.
No había significado lo mismo el nacimiento del mayor, cuando aún la pareja estaba en su apogeo, que la llegada del pequeño, al que Marcy tenía por un clon de Manele.
Ella notaba en sus sentimientos, y en su trato hacia los niños, aquellas diferencias, pero no le importaba, y no le importaba que no le importase.
–Pablo, ¡Ya está ahí mamá! –voceó el menor.
Ella esperaba sentada ante el volante, mientras los niños entraban apresurados y acomodaban sus mochilas. Se volvió para darle un cachete al pequeño.
–¿Cuántas veces tengo que decirte que no grites?
El mayor miró a su madre a los ojos, inquisitivo.
–¿Estás contenta, mamá?
Cuanto se parece a mí”. Pablo y su madre se comunicaban a la velocidad del rayo.
Tenía poco tiempo para llegar a casa y esperar la llamada de su marido, como siempre hacía cuando él estaba fuera.
–Venga, iros a la ducha que está sonando el teléfono –dijo a los niños nada más entrar por la puerta.
Era Manele seguro, y le pareció que ya habían sonado muchos timbres antes del primero que ella oyó.
–¡Ya era hora! –Reclamó él al otro lado–. Tengo poco tiempo y encima me haces esperar, ¿dónde andabas?
–Cariño, es que estuve de visita en casa de mis padres y se me hizo tarde, ¿Qué tal estás?
–Todo el día de reuniones. Y tú, ¿se puede saber qué haces todo el día fuera de casa?
Manele le había prohibido tener teléfono móvil, decía que para ahorrar, una disculpa sin fundamento, pero ella sabía que era una manera de controlarla. Cada vez que viajaba la llamaba por la línea fija para saber el tiempo que pasaba fuera del hogar.
–Bueno, hoy también aproveché a tomar café con las amigas, hice algunas compras y llego ahora con los niños.
“Manu, ¿que tal me queda este conjunto?” Era una voz de mujer que estaba al lado de su marido, una voz muy sensual. Una punzada de angustia la dejó sin aliento, sin voz.
Solía llamarla desde su habitación, cuando estaba de viaje, a la vuelta del trabajo.
Pero ese día, en su habitación, había también una mujer, seguro.
Las peores ideas cruzaron por su mente, quizá una de sus bonitas compañeras mantenía una aventura con él. Si no fuera así, por qué Manele marchaba siempre encantado a sus viajes de trabajo.
Se oyó del otro lado un estornudo de su marido, fingido, creyó Marcy, con la intención de tapar la frase de la chica.
–¿Qué tiempo hace por ahí?, aquí lloviendo sin parar –dijo él, evasivo.
Marcy apenas podía articular palabra.
–Hace ya mucho frío, cariño, y yo te extraño un montón.
Cuando él se despidió para, según dijo, seguir trabajando, ella se sentía tan bloqueada que apenas pudo farfullar una frase de despedida.
Pudo ser un cruce de líneas, en una llamada de larga distancia puede ocurrir, había mucho ruido”.
–¿Mami, papi ya colgó? –preguntó el niño pequeño, ya con su pijama puesto.
–Sí, tiene mucho trabajo –dijo distraída–. ¡Ponte ahora mismo a hacer la tarea!
El menor remoloneó un rato mientras Pablo, que ya contaba nueve años, dos más que su hermano, entró en la cocina para ayudarla, siempre tan responsable, su preferido.
Vio en la cara del niño un rictus de preocupación, una certeza de que algo andaba mal entre los padres. Intentó camuflar, como pudo, su disgusto.
–¡Ale, pequeñajos! ¡A zampar! He preparado unas hamburguesas riquísimas, os vais a chupar los dedos.
Mientras cenaban sus hijos Marcy se lanzó a revisar sus compras y su cartera, llena de aprensión.
Los últimos días había jugado a la máquina más de lo debido. Comenzó ganando quinientos euros y se fue confiando y apostando más y más, hasta que perdió el doble de lo ganado. Cada nuevo día pensaba que sería el de la recuperación.
Una recuperación que nunca llegaba, y cada día más rabiosa, dejaba la máquina por imposible, mientras las pérdidas se iban acumulando.
Conocía algunos escondites de Manele, donde guardaba dinero extra y, ya desesperada, sin poder hacer la compra al día siguiente, le sisó su dinero de bolsillo rebuscando en sus trajes.
Mientras había dinero para echar a la máquina no había problema, si no lo había se ponía de un humor de mil demonios.

martes, 8 de noviembre de 2011

Marcy (8)

Arturo, su padre, trabajador de una industria del metal, había pasado rachas muy malas en su vida activa. La jubilación y la llegada de los nietos le habían cambiado mucho, y aún más, la prohibición tajante de beber alcohol que le indicó su médico.
Pero su hija recordaba bien cuando regresaba del bar, cansado del trabajo, y con muchos vasos de vino de más. Sin que se supiera porqué, cuando Marcy era una jovencita, una adolescente, el padre empezó a ser alcohólico.
Aunque ya Marcy y su madre estuvieran acostadas, llegaba él dispuesto a organizar una escena. Se levantaba la madre a darle la cena y, por cualquier motivo nimio, comenzaba a vocear.
Se asustaba mucho con las discusiones de los padres y se tapaba los oídos con todas sus fuerzas para atenuar los gritos. Alguna vez el padre terminaba en el cuarto de Marcy y la sacaba de la cama para continuar la pelea.
–¡Mira a tu hija!, no me convencerás de que es mía. ¡No se parece en nada a mí!
Cuando sacaba a relucir este tema, quería decir que venía pero que muy enfadado, y Marcy se moría de miedo a que pudiera pegarla.
–¡Mírala!, la hija única consentida
A veces la zarandeaba, o la empujaba, o le daba unas cuantas bofetadas, según como tuviera el día.
Los esfuerzos de la madre por defenderla no servían de mucho.
Alguna vez, hasta se había meado encima mientras su padre rastreaba cada rasgo de su cara, en busca de la prueba definitiva.
Cuando tenía el ataque de celos no había nada que hacer.
Después de aquello se iban los dos a otro lado, a seguir la discusión, y Marcy se quedaba en su cuarto, tumbada boca abajo en la cama, llorando horas y horas, sin entender qué es lo que estaba pasando. Pensando que si fuera más buena o más guapa o más lista, o si hubiera sido un niño, su padre la hubiera querido.
Incluso, durante un tiempo, se empeñó en llevar el cabello casi rapado y vestir siempre pantalones y dijo que quería ser obrera metalúrgica.
El padre, al día siguiente de aquellos escándalos, regresaba del trabajo triste, con la mirada gacha. Sentaba a su hija sobre sus rodillas y la apretaba muy fuerte.
Marcy sentía que su padre estaba arrepentido de corazón.
–A ver, cariño, dime lo que vas a ser de mayor.
Y ella decía muchas, muchas veces, “obrera metalúrgica, como tú”, y él reía y lloraba a la vez. Y Marcy se sentía tan feliz en ese momento que no paraba de decir “obrera metalúrgica”, para alegrar a su padre y que pudiera llegar a quererla algún día.
Recordaba aquello cada día de su vida y aun más cuando visitaba a los padres.
Por suerte, todo había cambiado tanto que aquel pasado parecía una loca pesadilla. Sólo permanecían, como testigos mudos de todo aquello, los mismos peluches, ya viejos, sobre la misma cama, pero su propietaria ya había crecido y se había ido.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Marcy (7)




Terminó quedándose en la ciudad para visitar a sus padres, después de dejar a Isabel y a Laura en la parada del autobús en dirección a Mazello.
Marcy procuraba visitarles con frecuencia, bien sola, bien acompañada de los niños y, en ocasiones señaladas, también con Manele. Los mayores vivían solos y ella era su única hija, desde que se casó siempre había sentido la responsabilidad de que no la echaran de menos.
–¡Marcelina, hija! ¡Qué alegría verte por aquí!
Los padres nunca se acostumbraron a usar el apodo, y Marcy nunca se acostumbró a su nombre de pila, María Marcelina.
–¡Hola, mamá!, vine de compras y se me ocurrió pasarme por aquí a veros, hoy que tengo tiempo. Papá, ¿no está en casa?
–Sí, hija, Y tú, ¿ya comiste?
–Ya tomé un sándwich y un refresco antes de venir, pero me encantaría una taza de café.
Había tomado la precaución de entregar la bolsa, con el abrigo, a Isabel, una bolsa negra, brillante, con la palabra peletería en letras doradas, que no pasaba desapercibida. Tuvo miedo de que su madre, si veía la bolsa y el abrigo, le pusiera pegas.
Entraron las dos en la salita donde estaba el padre, sentado a la mesa redonda, ante un humeante y negro cafecito. Su madre siempre utilizaba unos preciosos juegos de café, de porcelana china, que le regalaron en sus bodas, y que conservaba en una vitrina acristalada.
–Hija, ¡qué sorpresa!, ¿qué tal están mis nietecitos?
En la vida había sido tan cariñoso con ella, su propia hija.
–En el colegio, papá. Este es el primer año que se quedan allí a comer, y ahora tengo más tiempo libre, podré venir a veros con más frecuencia.
–¿Y Manele, hija?, ¿dónde está?, ¿de viaje? –preguntó la madre mientras le servía el café.
Marcy endulzó su café con sacarina.
–Sí, de viaje, esta vez estará fuera una semana, en Brexals, regresará el próximo jueves, se me hace muy largo, mamá.
–No me extraña…, es que Manele es tan trabajador, una joya de niño. Qué suerte has tenido de atraparlo. ¡Y tan guapo! –dijo la madre mientras tomaba un sorbo de café, sujetando la taza con el meñique estirado.
Amelia siempre abogaba por él. Hacía un tiempo que Marcy le había dejado entrever el carácter violento de Manele, pero la madre evitaba ponerse en contra de su yerno. Le decía: “Hay que aguantar, hija, la vida es dura, ¿qué harías tú sóla, sin él con dos niños pequeños? Tú, sé complaciente, cariñosa, ese genio se acabará suavizando, ya sabes que te quiere mucho”. Y cosas por el estilo.
El padre siempre había sido más prudente, más neutral y cuando las escuchaba hablar así, se esfumaba sin dar su opinión.
Estaban chapados a la antigua, el hombre y la mujer juntos, con sus hijos, a toda costa.
Y eso que Amelia sabía por propia experiencia de lo que hablaba, a ella también le había tocado aguantar lo suyo. A las dos les había tocado aguantar.
Para evitar problemas, Marcy dejó de hablar de lo que ocurría en la intimidad de su pareja.
Estaba riquísimo el café de su madre, nadie sabía hacerlo tan bueno como ella.
–¿Por qué tomas sacarina, hija? –por el tono de voz se advertía que a su padre no le gustaba que la usase.
–Eso le digo yo, Arturo, pero siempre está con la manía de que se ve gorda.
–¡Venga ya! Dejadme tranquila tomando mi café.
Sus padres, a veces, se volvían cargantes por cualquier motivo, pero aquellas reyertas al final le resultaban hasta divertidas.  Los clásicos rollos de los padres cuando los visitas, lo mismo de siempre”.
Le hacían gracia hasta sus defectos.
Sus padres le reclamaron por los niños y ella, al despedirse, les prometió una visita próxima trayendo consigo a los pequeños.
Dejó a los padres en la salita y abandonó ella misma el piso. Cerró la puerta por fuera, tirando del pomo exterior, hasta que comprobó, por el chasquido característico, que quedaba bien cerrada.
Le salió un suspiro de lo más hondo por toda la vida que había pasado allí, con ellos, y que no volvería jamás. Aunque en aquella vida, no todo había sido bueno.

Emy Barraca

ES FICCION TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA

martes, 1 de noviembre de 2011

Marcy (6)




–¡Marcy! ¡Marcy!
Se giró para ver quien la llamaba y reconoció a Nacho, su antiguo compañero de la facultad. No había cambiado nada, tenía la misma facha de universitario, inquieto, simpático, con el que había compartido muchas horas de clases, de exámenes, de vida que se les abría por delante.  Desde aquella época no había vuelto a verle.
Porque, una vez finalizada la carrera, la vida les llevó por caminos bien diferentes.
Se actualizaron en minutos, hablando con la velocidad de los que tienen que recuperar mucho en poco tiempo.
–Ya ves, Nacho, después de tantos años sufriendo a los huesos de la facultad, me metí a ama de casa y madre, ¡fin de la historia! ¿Qué te parece? Una mujer convencional. Manele trabaja y viaja mucho y yo tengo que estar pendiente de los niños.
Le pasó por la mente una imagen de aquellos tiempos: la primera vez que vió a Manele entrando a clase, el primer curso, tan guapo que todas las chicas empezaron a murmurar. Se convirtió en el más destacado, el más popular, sacaba buenas calificaciones sin esfuerzo y tenía un porvenir brillante. Llevaba coche a la facultad, cuando la mayoría de estudiantes iban en autobús, y lucía ropa de marca y gafas de último modelo. Un niño bien, de buena familia.
Manele desataba pasiones y lo sabía, ella quedó enamorada ya el primer día que lo vio. Nada que ver con Nacho, un estudiante del montón, sólo un amigo.
El recién hallado miró a Marcy con entusiasmo y la sacó de su recuerdo.
–Por ti no pasa el tiempo, oye, una ama de casa, según dices, pero que muy, ¡muy atractiva!
El cumplido de un amigo, digno de ser pasado por alto.
–Tú, ¿qué tal? ¿Trabajas?
–En el trabajo me ha ido bien, estoy con los americanos en una multinacional, no puedo quejarme. Pero hace poco que me separé, tuve que dejar mi chalet de casado y comprarme un piso en la afueras, cerca de aquí, en Mazello, tengo un hijo…, es duro acostumbrarse…
Explicó a Marcy que trabajaba hacía poco en Lank Corporate, una mega empresa dedicada a la producción de tecnología, aunque su puesto concreto era en el departamento financiero, uno de los más potentes de la compañía.
–Entonces sabrás que Manele trabaja en la Duxa Limited, también en finanzas, ¿no?
–Por supuesto, Marcy, son nuestros principales competidores. Estamos como el perro y el gato, a ver cual saca el componente tecnológico más avanzado. El negocio es el negocio, pero juego limpio ¿eh?, competencia leal.
Marcy no recordaba que Manele le hubiera hablado de Nacho, quizá no sabía aún que se había metido en Lank Corporate, la recalcitrante rival de la Duxa.
–Pues a disfrutar de la vida de soltero. Mira tú por donde, que me tienes de vecina en Mazello.
–Pero qué bueno, ¡genial!
Nacho siempre tan alegre, de un optimismo contagioso
Los dos estaban concentrados en su charla particular, cuando las amigas, que esperaban a unos pasos de ellos, comenzaron a impacientarse.
–Marcy, ¡pesada! –le reclamó Isabel–, que se nos está haciendo tarde… ¡vamos a perder el autobús!
Despidió a Nacho con tanto por decir, que quedaron con ganas de más conversación.
–Oye, vivimos tan cerca que ya nos encontraremos por el pueblo… ¡Hasta pronto!
–¡Adiós, Nacho!, fue estupendo encontrarte otra vez.
Los dos amigos se despidieron con los besos de rigor y un apresurado revolotear de manos y miradas hacia atrás, mientras los engullía la muchedumbre de hora punta, que marchaba a todo gas por el Boulevard en dirección a su almuerzo.