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jueves, 10 de noviembre de 2011

Marcy (9)


Iba con retraso cuando apareció por la puerta del patio de la escuela y observó que sus hijos, con otros rezagados, jugaban a la pelota para hacer tiempo.
No había significado lo mismo el nacimiento del mayor, cuando aún la pareja estaba en su apogeo, que la llegada del pequeño, al que Marcy tenía por un clon de Manele.
Ella notaba en sus sentimientos, y en su trato hacia los niños, aquellas diferencias, pero no le importaba, y no le importaba que no le importase.
–Pablo, ¡Ya está ahí mamá! –voceó el menor.
Ella esperaba sentada ante el volante, mientras los niños entraban apresurados y acomodaban sus mochilas. Se volvió para darle un cachete al pequeño.
–¿Cuántas veces tengo que decirte que no grites?
El mayor miró a su madre a los ojos, inquisitivo.
–¿Estás contenta, mamá?
Cuanto se parece a mí”. Pablo y su madre se comunicaban a la velocidad del rayo.
Tenía poco tiempo para llegar a casa y esperar la llamada de su marido, como siempre hacía cuando él estaba fuera.
–Venga, iros a la ducha que está sonando el teléfono –dijo a los niños nada más entrar por la puerta.
Era Manele seguro, y le pareció que ya habían sonado muchos timbres antes del primero que ella oyó.
–¡Ya era hora! –Reclamó él al otro lado–. Tengo poco tiempo y encima me haces esperar, ¿dónde andabas?
–Cariño, es que estuve de visita en casa de mis padres y se me hizo tarde, ¿Qué tal estás?
–Todo el día de reuniones. Y tú, ¿se puede saber qué haces todo el día fuera de casa?
Manele le había prohibido tener teléfono móvil, decía que para ahorrar, una disculpa sin fundamento, pero ella sabía que era una manera de controlarla. Cada vez que viajaba la llamaba por la línea fija para saber el tiempo que pasaba fuera del hogar.
–Bueno, hoy también aproveché a tomar café con las amigas, hice algunas compras y llego ahora con los niños.
“Manu, ¿que tal me queda este conjunto?” Era una voz de mujer que estaba al lado de su marido, una voz muy sensual. Una punzada de angustia la dejó sin aliento, sin voz.
Solía llamarla desde su habitación, cuando estaba de viaje, a la vuelta del trabajo.
Pero ese día, en su habitación, había también una mujer, seguro.
Las peores ideas cruzaron por su mente, quizá una de sus bonitas compañeras mantenía una aventura con él. Si no fuera así, por qué Manele marchaba siempre encantado a sus viajes de trabajo.
Se oyó del otro lado un estornudo de su marido, fingido, creyó Marcy, con la intención de tapar la frase de la chica.
–¿Qué tiempo hace por ahí?, aquí lloviendo sin parar –dijo él, evasivo.
Marcy apenas podía articular palabra.
–Hace ya mucho frío, cariño, y yo te extraño un montón.
Cuando él se despidió para, según dijo, seguir trabajando, ella se sentía tan bloqueada que apenas pudo farfullar una frase de despedida.
Pudo ser un cruce de líneas, en una llamada de larga distancia puede ocurrir, había mucho ruido”.
–¿Mami, papi ya colgó? –preguntó el niño pequeño, ya con su pijama puesto.
–Sí, tiene mucho trabajo –dijo distraída–. ¡Ponte ahora mismo a hacer la tarea!
El menor remoloneó un rato mientras Pablo, que ya contaba nueve años, dos más que su hermano, entró en la cocina para ayudarla, siempre tan responsable, su preferido.
Vio en la cara del niño un rictus de preocupación, una certeza de que algo andaba mal entre los padres. Intentó camuflar, como pudo, su disgusto.
–¡Ale, pequeñajos! ¡A zampar! He preparado unas hamburguesas riquísimas, os vais a chupar los dedos.
Mientras cenaban sus hijos Marcy se lanzó a revisar sus compras y su cartera, llena de aprensión.
Los últimos días había jugado a la máquina más de lo debido. Comenzó ganando quinientos euros y se fue confiando y apostando más y más, hasta que perdió el doble de lo ganado. Cada nuevo día pensaba que sería el de la recuperación.
Una recuperación que nunca llegaba, y cada día más rabiosa, dejaba la máquina por imposible, mientras las pérdidas se iban acumulando.
Conocía algunos escondites de Manele, donde guardaba dinero extra y, ya desesperada, sin poder hacer la compra al día siguiente, le sisó su dinero de bolsillo rebuscando en sus trajes.
Mientras había dinero para echar a la máquina no había problema, si no lo había se ponía de un humor de mil demonios.

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