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jueves, 24 de noviembre de 2011

Marcy (13)




Entraron en el aparcamiento, sin mirarse ni cruzar una palabra. Se metieron en el coche como autómatas, cerraron las portezuelas del potente deportivo, y un rugido del motor, que atronaba, anunció la salida del vehículo. Mientras avanzaban hacia su casa, Manele se mantuvo en silencio; ella observó, por la expresión de sus ojos y el encajamiento de su mandíbula, el talante furioso que se estaba apoderando de él.
Aparcó en la plaza de garaje de su edificio y salió, destemplado, hacia el ascensor, con Marcy detrás de él.
Nada más franquear la puerta de entrada de la vivienda, Manele rugió.
–¿Pero tú te crees que puedes ir por ahí, de esa manera, que pareces una cualquiera?, ¡y en la puerta de mi trabajo! Me estás poniendo en evidencia en mi misma empresa, ¿o es que no lo entiendes? –dijo, dirigiéndose a ella, sujetándola con fuerza por los brazos.
Ella callaba, pensando que era lo mejor, dejarle que la riñera hasta que se apaciguara, pero él comenzó a zarandearla con fuerza y después la despojó de su abrigo.
–¡Semejante despilfarro…!  vas y lo devuelves, ¡pero ya! Esto se me consulta a mí, siempre ¡Que sea la última vez!
La encaminó hacia el dormitorio, donde arrojó al suelo la prenda, sin miramiento, y la lanzó después a ella, de bruces, sobre el lecho. Levantó su falda con rudeza y cayó, desplomándose sobre ella, con todo su peso.
–¡Te vas a enterar de quién manda aquí, María Marcelina!
La forzó sin que ella pudiera hacer nada por contenerlo, sólo percibir los resuellos de él y esperar a que finalizara cuanto antes.
Como si él tratara de apoderarse hasta de su misma alma.
–¡Levántate! –él ya estaba de pie y se dirigía al cuarto de baño–. Habrá que llamar a la canguro, hoy tenemos cena de la compañía. Y ponte el traje verde de lana y recógete el pelo.
Marcy entró en el baño de los niños y dejó correr la ducha sobre su cuerpo magullado, varios redondeles rojos en sus brazos delataban las huellas de los dedos de Manele.
No acababa de acostumbrarse a esa forma de amor, o lo que fuera aquello.
“Hija, es así su carácter, pero actúa así porque te quiere”, eso decía su madre y así debía ser, aquella frase resonó en su cabeza hasta que la hizo suya.
Actúa así porque me quiere”.
No tardaron en llegar los niños con su cuidadora, montando jolgorio por el reencuentro con su padre.
–¡Papi, papi, papi! –gritó el menor, a todo correr por el pasillo.
–Aquí estoy, campeón –contestó Manele, mientras salía del baño, equipado con su albornoz. El pequeño se lanzó a sus brazos.
–¿Qué me has traído, papito?
Manele desplegó, sin tardanza, los numerosos regalitos que les había comprado en el aeropuerto, justo los preferidos por los niños.
Marcy abrió el armario para seleccionar la ropa y tomó el traje verde. La falda larga, por debajo de la rodilla, y la chaqueta, cerrada por una hilera de botones, hasta el cuello, la hacían parecer mayor. Además el tipo de paño, grueso y deformable, la engordaba, por eso nunca se lo ponía. Olía algo a rancio, tomó un perfume y lo pulverizó sobre la tela.
Se hizo un recogido bajo y cubrió el cutis con una gruesa capa de base, pintando los labios de color rojo. Se acercó a Manele para decirle que ya estaba lista.
Él se había vestido con un magnífico traje oscuro, de corte moderno, ajustado a su cuerpo, y una camisa blanca de seda.
No se puede ser más guapo”. En un momento, ella ya había olvidado todo lo sucedido.
–Hasta luego, niños, ¡portaros bien! –el padre los despidió entre las protestas de los pequeños, que le achacaban el poco tiempo que pasaba a su lado.
Marcy observó un aire de tristeza en la carita de Pablo, como si el niño hubiera entendido que pasaba algo malo entre sus padres.
–¡Hasta mañana, peques! –dijo ella.
Y dirigió a su hijo mayor la mirada más dulce del mundo, deseando con toda su ser que nada, nunca, pudiera hacerle daño.

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