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martes, 27 de diciembre de 2011

Marcy (22)




Su suegra era quien llevaba la explotación vinícola, y lo hacía con mano de hierro, aunque Marcy nunca la vio realizando trabajo físico con las vides. Ni siquiera aparecía por las naves. Los jornaleros, que tenía de toda la vida en la propiedad, y sobretodo el enólogo, eran los encargados.
Ella fue, en su día, la heredera de la posesión y su marido, un aldeano apocado, entró allí sin llegar a adquirir la mayor importancia, como si fuera un invitado.
Con una empleada y la cocinera a su disposición las veinticuatro horas del día, dirigía la vida doméstica hasta el más mínimo detalle. Y por las tardes se sentaba en la sala o en el porche delantero a hacer ganchillo hasta la hora de la cena, vigilando de vez en vez por encima de sus gafas, la marcha de su casa.
Marcy nunca gozó de la simpatía de su suegra. Cuando iban en familia a pasar las vacaciones en la finca, ésta mantenía un control tan riguroso de la casa que la nuera apenas tenía permitido freír un huevo.
Eso sí, tenía que conceder a su suegra que preparaba una meriendas buenísimas, a base de tortillas dulces y chocolate, que reunían alrededor de la mesa del comedor a todo el mundo, todos los días del verano, llegando al paroxismo durante la vendimia, cuando montaban mesas largas, con bancos, en el porche, para todos los empleados, los temporeros, los dueños y su familia. Marcy siempre recordaba aquellos momentos con cariño, la alegría de compartir aquel riquísimo dulce entre toda aquella gente.
Sus hijos tenían locura por aquella finca, con razón. Desde que dejaron de ser bebés pasaban el tiempo libre jugando con otros niños o mezclados con los empleados, bañándose en la piscina y paseando en bici.
Pero Marcy sentía que su suegra le había puesto una barrera bien alta, que ella no podía traspasar, señalándole que no pertenecía a ese mundo, marcándole una diferencia, sobretodo en la vida doméstica. 
Ese fue el motivo de que Marcy se acabara encariñando con los viñedos. Pasaba el tiempo en el campo, al lado de los trabajadores, y conocía a la perfección la marcha de las vides, según la estación del año, y también el proceso de producción del vino, las fermentaciones, los trasiegos, el embotellado.
Ayudaba en los trabajos con sus propias manos.
A Marcy no le pasó desapercibido que, en un momento dado, y sin un motivo claro, la bodega alcanzó unos beneficios desproporcionados, que sirvieron para adquirir maquinaria, terrenos nuevos y comenzar plantaciones.
Una prosperidad que no se la explicaba nadie.
Marcy sospechaba que allí había gato encerrado, no comprendía como un pequeño viñedo familiar había experimentado aquel crecimiento desorbitado. Desde luego, aquella mujer tenía mano para los negocios, y su hijo había heredado la habilidad a base de bien.
Casi a diario salían fuera de la finca, al pueblo cercano, a hacer compras y gestiones de todo tipo.  Un pueblo donde, por las tardes, después de las peores horas de sol, en verano, la diversión consistía en sentarse en los bancos que bordeaban la calle principal, para vez pasar a la gente y criticar. Y donde en invierno no se veía un alma día tras de día.
En aquel pueblo y su comarca el tiempo transcurría tan despacio que siempre estaba igual, como si existiera en aquella misma forma desde el paleolítico y no fuera a cambiar jamás.
El enólogo, ingeniero químico, antiguo empleado de la Duxa Limited, que Manele había trasplantado a la propiedad, vivía en el pueblo con su familia y era el encargado de la compra de material y productos para la finca. El joven matrimonio solía acompañarle y, después de los encargos, se sentaban a tomar unas cañas en algún bar del pueblo, antes de regresar a la propiedad para comer. En aquellos momentos el enólogo les ponía al día de todo lo ocurrido en la explotación de forma que, la pareja, a pesar de vivir y trabajar fuera de allí, estaba al corriente de cada detalle.
Pero Marcy fue observando que aquella relación fue espaciándose con el paso del tiempo, hasta el punto de que el enólogo pareció que evitaba las antiguas reuniones, y fueron abandonándolas. Se volvió nervioso, huraño.
Parecía una persona luchando por ocultar algo inconfesable. Incluso llegó a decirle a solas a Marcy, en un aparte con ella en la finca, medias palabras que a ella no le permitieron llegar a ninguna conclusión.
Aquel hombre estaba sufriendo, Marcy contaba con un sexto sentido para captar esa clase de cosas.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Marcy (21)





El día de Año Nuevo lo pasaban, por costumbre, con los padres de él, propietarios de uno de los más selectos viñedos de La Vitia.
En aquella propiedad, las fiestas no tenían mucho que ver con las de casa de sus padres, en Greda.
La comida de Año Nuevo en la finca era una fecha muy señalada.
A su suegra le gustaba hacer ostentación, y aquel año en concreto, tiró la casa por la ventana. Sacó su mejor vajilla y su mejor cristalería de la vitrina del comedor, un mueble de madera labrada, de color oscuro. La doncella y la cocinera dispusieron la gran mesa hasta el menor detalle.
Solían invitar a aquella comida a familiares e incluso a algunos empleados seleccionados, que eran, según su suegra, “como de la familia”, lo repetía así, a cada poco, remarcando la diferencia.
Los propietarios de la finca se colocaron en los extremos, y a ambos lados de la dueña de la casa, escoltándola, se sentaron su hijo y su nuera. Los niños comían en la cocina, con las empleadas, para que no dieran guerra.
La cocinera trajo un pavo asado relleno, criado en la finca, en una fuente blanca, enorme, rodeado de verduras y patatas redondas pequeñas, y lo trinchó con pericia.
Se sirvió un vino gran reserva.
–A mi hijo, ponle la pechuga –indicó la jefa.
Josefa repartió el asado entre todos los comensales. Después vinieron la tarta de almendra y los dulces navideños, en bandeja dorada.
–¿Estaba todo bueno, señorita? –preguntó la cocinera a Marcy, cuando pasó a recoger los platos sucios.
Su suegra, que oyó la pregunta, anticipó la respuesta.
–Estaba todo muy bien Josefa, retírate.
La dueña de la casa, a los postres, de pie, brindó más orgullosa que nunca.
–Por mi hijo, que acaba de ser ascendido a director internacional –dijo, colmada de vanidad.
Era la versión que ella había entendido, y Manele no se la corrigió. Su marido, al otro extremo, levantó su copa, complaciente.
Pero Marcy sabía bien que había algo de teatro en aquella fiesta, y que a su suegra, una madre dominante, no le hacía gracia que su hijo rompiera, aun más, los lazos con el negocio familiar.
Siempre había sido su mayor ambición que Manele se metiera de lleno a dirigir la bodega, quizá con otra mujer que no fuera Marcy, y poderse apartar ella de todo aquel jaleo.

martes, 20 de diciembre de 2011

Marcy (20)





La noticia de la marcha de Manele vino a agravar la nostalgia que Marcy sentía siempre, desde pequeña, cuando se acercaba la Navidad.
Todos los años, por aquellas fechas, sentía aquella tristeza absurda e infantil, pero aquel año con mucho mayor motivo, como si se estuviera produciendo un final irremediable de algo que no sabía definir, como una catástrofe.
Aquel año en concreto no se sentía con gracia de nada.
Desde que se casó, en cuanto llegaba el mes de diciembre, decoraba la casa hasta el mínimo detalle, con adornos que renovaba cada vez, de colores y motivos siempre diferentes, y disponía en una bandeja grande dulces navideños de todas clases, cortados y dispuestos para un bocado.
Manele, en cuanto llegaba iba derecho a la bandeja, y la acusaba, en broma, de estar echando una barriga que no tenía.
Pero aquel año en concreto no puso la bandeja y repitió los adornos del año anterior. Los colocó por cualquier parte, sin sentido.
Tampoco hizo platos especiales, ni envió las tarjetas de felicitación de su puño y letra, como tenía por costumbre.
Sólo esperaba que pasaran las fiestas cuanto antes.
Las celebraciones familiares se le hicieron, aun más, cuesta arriba.
Se juntaron, como cada año, en casa de los padres de Marcy, para celebrar la comida de Navidad. Aquel año, como casi siempre, también les acompañaban sus tíos.
Desde que nacieron los niños, aquella época del año había adquirido un sentido muy particular. Marcy no acertaba a comprender, desde que los tuvo, cómo podía existir una Navidad de verdad, sin ellos. Y aquella felicidad se acrecentaba cuanto estaban con los abuelos, juntas las tres generaciones, compartiendo la comida, el techo y los regalos.
Pero aquel año todo fue muy diferente y la ilusión de sus hijos, inconscientes de los que estaba pasando, no le llegaba al corazón.
Nada más llegar a la comida de Navidad, en casa de sus abuelos de Greda, los niños se lanzaron al rincón de la salita, donde estaban depositados los regalos, mientras Marcy, Manele y los demás pasaron al comedor.
Su madre y su tía habían dispuesto la mesa igual que siempre: un juego de platos y vasos, que sólo se usaba ese día, con una servilleta, al lado de cada plato, que llevaba el nombre de cada uno bordado en una esquina. Se sentaron en su lugar correspondiente y tomaron unos aperitivos. Fue la primera vez, en muchos años, que Manele se disculpó y abandonó la comida, después de unos bocados, diciendo que tenía trabajo atrasado.
Su madre trajo en seguida el asado y lo puso en el medio de la mesa, los sirvió y no tardó en tocar el tema.
–Hija, la suerte que has tenido con él. Aunque trabaje fuera, no os va a faltar de nada ¿A que tengo razón, Mery?
–Toda la razón del mundo –respondió su tía.
Su padre y su tío se mantuvieron más cautos.
–¡Ejem! Es normal que mi sobrina esté un poco nerviosa porque se vaya su marido, yo lo veo normal –dijo Gerardo.
Su madre había preparado un asado de cerdo, rustido, muy rico, pero Marcy se lo estaba comiendo sin ganas, sin notar casi el sabor.
Al oír las palabras de su tío, tuvo miedo de echarse a llorar delante de todo el mundo.
Cogió la jarra de agua y salió hacia la cocina, con la disculpa de llenarla para poder controlarse.
Cuando volvió, estaban en silencio; los niños, encima de la alfombra de la salita, todavía estaban desenvolviendo los juguetes.
–Tendrá que acostumbrarse –dijo su padre–, no queda otro remedio.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Marcy (19)


Ya eran finales de diciembre, y se acercaba el momento de la temida separación. Manele, que ni siquiera consideró la posibilidad del traslado de su familia al completo, preparaba su partida, que tendría lugar en los primeros dias del nuevo año.
Ella se quedaría en Mazello, con los hijos.
Sentía que su marido estaba más distante de ella que nunca, que lo estaba perdiendo.
Se acercaba la Navidad y era ya la última cita del año, con sus amigas, en el Café de la Esquina, hasta después de Reyes.
Ya les había contado, por teléfono, la noticia del traslado de Manele, al día siguiente de la cena de la compañía. Y ellas habían quedado impactadas, sobretodo Isabel, que no podía creérselo.
Marcy no disimuló su pena.
–No te lo tomes así, mujer, nos tienes a nosotras –el consuelo de Laura no logró levantar su ánimo.
Isabel, aunque lucía perfecta, como era habitual en ella, estaba como distraída, absorta, fumando un cigarrillo.
–Eso mismo, Marcy –apostilló sin convicción.
La reunión no tuvo, en esa ocasión, la gracia chispeante de otras veces.
Tomaron su café, cada una en su silencio, cuando Laura le reclamó a Marcy por algo que había visto bajo la manga de su suéter.
–No es nada, Lau…, voy un momento al cuarto de baño.
Se encerró en el váter y tomó una pequeña cantidad de maquillaje permanente, que siempre llevaba en el bolso, y disimuló como pudo las marcas.
Tuvo la intuición de que debía esperar un buen rato, por si alguien la aguardaba fuera.
Al salir, estaba Laura en la zona de lavabos.
–¿Cómo que no es nada, Marcy? A ver… ¡enséñame los brazos!
Al ver la inminencia con que iba a ser descubierta, Marcy bajó con fuerza los puños de su jersey.
–Doña Laura la perfecta. ¡Métete en tu vida de familia feliz y déjame en paz!
Su amiga se quedó parada, perpleja, y farfulló algunas palabras atolondradas, de disculpa. Al momento, salieron las dos del cuarto de baño, con Marcy por delante, haciéndose la desentendida.
Marcy sabía que no tenía derecho a tratarla así, que Laura llevaba razón de pedirle explicaciones.
Poco después, las tres abandonaban el local y se despidieron, deseándose felices fiestas con forzado entusiasmo.