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martes, 20 de diciembre de 2011

Marcy (20)





La noticia de la marcha de Manele vino a agravar la nostalgia que Marcy sentía siempre, desde pequeña, cuando se acercaba la Navidad.
Todos los años, por aquellas fechas, sentía aquella tristeza absurda e infantil, pero aquel año con mucho mayor motivo, como si se estuviera produciendo un final irremediable de algo que no sabía definir, como una catástrofe.
Aquel año en concreto no se sentía con gracia de nada.
Desde que se casó, en cuanto llegaba el mes de diciembre, decoraba la casa hasta el mínimo detalle, con adornos que renovaba cada vez, de colores y motivos siempre diferentes, y disponía en una bandeja grande dulces navideños de todas clases, cortados y dispuestos para un bocado.
Manele, en cuanto llegaba iba derecho a la bandeja, y la acusaba, en broma, de estar echando una barriga que no tenía.
Pero aquel año en concreto no puso la bandeja y repitió los adornos del año anterior. Los colocó por cualquier parte, sin sentido.
Tampoco hizo platos especiales, ni envió las tarjetas de felicitación de su puño y letra, como tenía por costumbre.
Sólo esperaba que pasaran las fiestas cuanto antes.
Las celebraciones familiares se le hicieron, aun más, cuesta arriba.
Se juntaron, como cada año, en casa de los padres de Marcy, para celebrar la comida de Navidad. Aquel año, como casi siempre, también les acompañaban sus tíos.
Desde que nacieron los niños, aquella época del año había adquirido un sentido muy particular. Marcy no acertaba a comprender, desde que los tuvo, cómo podía existir una Navidad de verdad, sin ellos. Y aquella felicidad se acrecentaba cuanto estaban con los abuelos, juntas las tres generaciones, compartiendo la comida, el techo y los regalos.
Pero aquel año todo fue muy diferente y la ilusión de sus hijos, inconscientes de los que estaba pasando, no le llegaba al corazón.
Nada más llegar a la comida de Navidad, en casa de sus abuelos de Greda, los niños se lanzaron al rincón de la salita, donde estaban depositados los regalos, mientras Marcy, Manele y los demás pasaron al comedor.
Su madre y su tía habían dispuesto la mesa igual que siempre: un juego de platos y vasos, que sólo se usaba ese día, con una servilleta, al lado de cada plato, que llevaba el nombre de cada uno bordado en una esquina. Se sentaron en su lugar correspondiente y tomaron unos aperitivos. Fue la primera vez, en muchos años, que Manele se disculpó y abandonó la comida, después de unos bocados, diciendo que tenía trabajo atrasado.
Su madre trajo en seguida el asado y lo puso en el medio de la mesa, los sirvió y no tardó en tocar el tema.
–Hija, la suerte que has tenido con él. Aunque trabaje fuera, no os va a faltar de nada ¿A que tengo razón, Mery?
–Toda la razón del mundo –respondió su tía.
Su padre y su tío se mantuvieron más cautos.
–¡Ejem! Es normal que mi sobrina esté un poco nerviosa porque se vaya su marido, yo lo veo normal –dijo Gerardo.
Su madre había preparado un asado de cerdo, rustido, muy rico, pero Marcy se lo estaba comiendo sin ganas, sin notar casi el sabor.
Al oír las palabras de su tío, tuvo miedo de echarse a llorar delante de todo el mundo.
Cogió la jarra de agua y salió hacia la cocina, con la disculpa de llenarla para poder controlarse.
Cuando volvió, estaban en silencio; los niños, encima de la alfombra de la salita, todavía estaban desenvolviendo los juguetes.
–Tendrá que acostumbrarse –dijo su padre–, no queda otro remedio.

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