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martes, 8 de mayo de 2012

Marcy (41)


–Pero Marcy ¿qué es de tu vida? Me habéis dejado las dos plantada en la cafetería –fue el reproche de Laura, el jueves siguiente a la marcha de Manele.
No había vuelto a ver a su marido desde que salió aquella mañana de su casa.
De vuelta a Brexals lo único que sabía de él era por las llamadas telefónicas preguntando por los niños. Marcy se limitaba a pasar el aparato a los chiquillos y los padres no se cruzaron ni otra palabra más.
–Perdona, Lau, pero es que desde hace unos días estoy con fiebre y trancazo –se justificó al teléfono–. En cuanto mejore te llamo, ¿vale?
–Pues que te mejores. Manele… ¿vino el fin de semana pasado?
–Sí, pero ya está de vuelta. Te llamaré pronto.
Y colgó para no permitir mayores avances en la conversación.
Pasó aquellos días encerrada en casa, en la cama, levantándose apenas para comer e ir al baño. Había quedado trastornada, arruinada, sin ánimo ni fuerzas para nada. Había avisado a su madre para que no contara con ella durante unos días y a la canguro, que quedó al cargo de los pequeños a diario, desde la salida hasta la entrada del colegio del día siguiente, y que sólo se iba por la noche para dormir en su casa.
“Mamá está enferma, hay que dejarla descansar para que se cure pronto”, oyó que dijo a los niños, e hizo tan bien su trabajo que apenas percibía la actividad de los pequeños en la casa.
No pensaba nada, no sentía ni anhelaba nada, salvo el malestar de su cuerpo apaleado, y un cruel y punzante vacío. A veces se levantaba una y otra vez, inquieta, sin rumbo fijo, paseaba por el pasillo, en la tremenda soledad de su piso, mientras estaban los niños en el colegio, tomaba algún alimento y de nuevo regresaba a la cama o al sofá cubriéndose con la manta, resguardándose como en un útero materno.
Transcurrió así una semana entera.
Tendré que hacer algo, no puedo continuar de esta manera o acabaré volviéndome loca”. Suspendió la medicina que consumía a diario para dormir, y el sábado siguiente a la partida de su marido decidió sacar fuerzas y ponerse en pie de una vez. Mientras la canguro llevó a los niños al parque, se duchó como una autómata y tomó un desayuno sustancioso. Vestida con ropa deportiva se acercó a la biblioteca a leer el periódico, que ojeó sin concentración alguna.
Le vinieron tentaciones de ir a coger dinero para jugar, para evadirse, pero los bancos estaban cerrados y ya no tenía tarjetas de crédito. No se atrevió a pedir dinero a su madre, con cualquier disculpa, como hacía otras veces.
Venga, Marcy, de la máquina saldrás todavía peor”.
Cuando salió de la sala de lectura sintió una tremenda extrañeza de las calles y de la gente que las transitaba. Tomó una acera que desembocaba en una plazoleta contorneada de bancos, con una zona de juegos infantiles en el centro.
Las mañanas de sábado en Mazello eran propicias para los paseos de padres jóvenes con sus pequeños, mayores que se paraban a tomar un rayo de sol de invierno y aquí y allá alguna pareja de enamorados que se deleitaban en su mutua compañía. Aquel lugar no le pareció real. Sintió tal desvalimiento que las rodillas le flaquearon, como si de pronto no supiera caminar. Se vio hundida, inútil, incapaz.
Un viento glacial golpeó su cara y comenzó a caer una fina lluvia, aligeró su paso hasta iniciar una carrerilla en dirección a su casa, como una guerrera batiéndose en retirada, sintiendo sólo la trepidación de su cuerpo, el movimiento de su cabello y el jadeo de su respiración. Cuando llegó a la vivienda, con la ropa y el cabello húmedos y la cara aterida de frío comprobó que los pequeños todavía no habían regresado.
Poco después aparecieron huyendo también de la lluvia, con la canguro, y después de cambiarse de ropa y calzado, comieron juntos lo preparado por la empleada. A pesar de su escaso apetito, Marcy se atrevió hasta con un delicioso y dulce crepe que se le antojó muy sabroso. En aquel mismo instante sonó el timbre de la puerta de entrada.
–Señora, es para usted –indicó la chica.
Se acercó a la puerta y, en el recibidor, un mensajero le tendía un enorme ramo de flores.
Llevaba una tarjeta donde se había escrito: “de Manele”. De manera instintiva alargó la tarjeta al muchacho.
–No lo quiero, devuélvalo al remitente.
Y volvió a la cocina a comer con sus hijos. Después de un rato de descanso tomó un café cargado con azúcar y se dirigió a visitar a su padre, al hospital, mientras sentía, aliviada, una cierta recuperación.




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