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martes, 1 de mayo de 2012

Marcy (40)



Dejó caer su cabeza hacia atrás y permaneció quieta largo rato, tumbada, hasta que sintió detrás de ella abrirse la puerta.
El estilete se había deslizado de su mano y estaba sobre la alfombra.
–¿Qué pasó, mamá? –era Pablo, alarmado.
Se levantó de un salto, dando la espalda al niño y se dirigió hacia la otra puerta del salón.
–¡Nada, cariño!, mamá que está tonta y se enredó con la alfombra –contestó manteniéndolo detrás de sí, mientras entraba en el cuarto de baño.
El niño la siguió.
–Toma, que se te ha caído.
Ella cogió el estilete sin voltear la cara.
–¡Vete a la cama, venga!, que papá ya se ha acostado también –le ordenó a través de una rendija de la puerta del baño, que luego cerró–. Hasta mañana, mi vida.
Dejó el objeto metálico sobre el lavabo y se fijó en que le había dejado una marca roja tremenda en la mano, a causa de lo fuerte que lo había asido.
Oyó los pasos del niño alejándose por el pasillo, se sentó en el inodoro y comenzó a llorar en silencio. Una rigidez marmórea se apoderó de ella unos instantes después. Apenas sentía su cuerpo magullado, pero la cara, por el contrario, era de puro fuego. Se acercó al espejo y pegó, con manos temblorosas, un trocito de papel en la herida que sangraba un poco.
Tomó un somnífero de la vitrina y se acostó en el sofá del salón, en la penumbra iluminada por las luces nocturnas, rojizas, amarillentas, fantasmagóricas, que provenían de la calle. La invadió una siniestra sensación de vacío y se tapó con una manta tendida en el brazo del sofá, aquella misma manta bajo la que se cobijaban juntos, viendo la televisión, cuando eran felices.
Se dobló sobre sí misma en posición fetal y cerró los ojos, a la espera del efecto del medicamento.
Con las primeras luces del día despertó, alerta a señales de movimiento en la casa. Todo estaba en calma.
Se levantó y se metió en el aseo, levantó la vista hacia el espejo, y vio la cara de una pobre desgraciada. Tomó una crema base de la estantería y tapó con esmero las señales de su piel, colocando una capa encima de otra, hasta que quedó convertida en una máscara de teatro. Retiró el papelito, aun prendido en su labio inferior, y se maquilló la boca en color natural. Se peinó y tomó una bata de casa que tenía detrás de la puerta, vistiéndosela encima de la ropa de calle con la que había dormido. Se puso algo de colonia y fue a hacer el desayuno.
Los niños se levantaron excitados y tomaron leche y galletas a toda prisa, enfrascándose en sus juegos sin prestar atención a otra cosa.
A media mañana oyó la puerta principal cerrarse y, poco después, sonó el ascensor bajando hacia el portal del inmueble. “Debe de estar arrepentido”.
No cesó de llover en todo el día y, con los niños entretenidos con su nueva máquina, pasó el tiempo sumida en un desierto de seca y fría desilusión.

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