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martes, 22 de mayo de 2012

Marcy (43)



En su mente bullía una rabia sorda contra su amiga la funcionaria. 
Puede que tuviera pelusa, porque Manele era mucho más guapo que su marido, un obeso y calvo oficinista que acarreaba atolondrado una ajada cartera.
Digno esposo de una piltrafa de mujer como Laura.
Se notaba quien tenía clase y quién no.
Laurita la sabelotodo, se arrepintió de haberle dado confianzas, de meterla a consejera de parejas.
Deambulaba por la calle sin rumbo, sin saber dónde dirigía sus pasos, mientras despreciaba las palabras de Laura como si fueran molestas piedrecillas entorpeciendo su camino.
Sin pensar tomó un autobús hacia el centro de Greda y se bajó en las inmediaciones de su antigua facultad.
–¡Otra vez por aquí, señorita Marcy! –la saludó el correctísimo bedel.
–Sí, Rafa, vengo a apuntarme ya al máster, si lo dejo pasar más tiempo quedaré fuera de plazo.
Entró en la secretaría tomando de nuevo la lista de cursos de postgrado y másteres. “Creación de microempresas en países en desarrollo”, aquel título parecía hecho a su medida. Duraba nueve meses y era muy, muy caro.
“Ahora o nunca”, había que determinar de una vez.
Acudió en ese mismo momento a la sucursal bancaria más cercana, librando la cantidad necesaria para el pago.
Después de acabar la inscripción en el máster ya era casi la hora de comer y decidió quedarse a tomar un breve refrigerio en la cafetería de la facultad.
Se compró un bocadillo y un botellín de agua, cuando vio a Rafa sentado solo, en una mesa cerca de la ventana que daba al Parque Central.
–¿Te parece que me siente aquí? –le preguntó, y depositó el cartapacio con la documentación en una silla vacía.
–¡Por descontado, señorita! Ya veo que se ha matriculado. A partir de ahora, frecuentará otra vez la casa, coincidirá con alguno de sus antiguos compañeros. Será extraordinario.
Mantenía, respetuoso hacia ella, el trato de usted. Un caballero a la antigua usanza, incluso algo anticuado, fuera de las costumbres de su edad.
Dieron cuenta de la comida sin hablarse apenas y terminaron con un café.
El se levantó hacia el camarero para pagar la cuenta y ella lo siguió para despedirse.
–Gracias, muy amable, ya empiezo el lunes que viene.
Observó la impecable vestimenta de él, pantalón oscuro, camisa blanca y chaleco de punto gris con motivos de rombos bicolores, su pelo rubio cortado a cepillo, salvo la parte superior algo más larga, y rasurado a la perfección.
Marcy se percató de que los ojos del chico chispeaban de azul cuando la miró para decirle adiós.
–Hasta pronto, señorita –contestó él, dirigiéndose a su puesto de trabajo– ¡Encantado de verla!
Acudió después al hospital a visitar a su padre. La habitación que ocupaba se había hecho ya tan familiar para ella como una estancia de su propia casa. Pintada de blanco, la cama, la mesilla y el armario metálicos, y un sillón negro reclinable para el acompañante.
Arturo estaba durmiendo. El color de su cara era cetrino, la cabeza estaba calada entre las almohadas, húmedas de sudor.
La madre le pasaba un paño mojado en alcohol para aliviarle.
–Tiene décimas de fiebre todas las tardes. Mientras siga así no quieren darle el alta.
Amelia hablaba en voz alta, atropellada, ansiosa por compartir sus agobios.
–Mientras no den con la causa…–dijo Marcy.
La madre la miró de arriba abajo.
–Hija mía, te veo muy delgada, estás comiendo poco, ¿a que sí?
Su madre, con o sin motivo, siempre la recriminaba por algo, tenía aquella manía.
–No me ha venido mal perder unos pocos kilitos, mamá, estaba un poco gorda.
Amelia era de las madres que querían que sus hijas comieran más de lo debido, sospechando de la delgadez como si fuera una enfermedad.
No se daba cuenta de que una chica que no tuviera buen tipo no iba a ninguna parte.
–Vete a pasar la tarde con los niños, mamá, te vendrá bien. Llevas muchos días encerrada en este hospital.
Marcy se acercó a la cama y se agachó para hablarle al oído a su padre sobre el curso que iba a iniciar en la universidad.
Arturo levantó la cabeza al oírla y sonrió. Hasta pareció que su cara recuperaba un tono sonrosado. La medicación había actuado.
–¡Te felicito cariño! ¡Ahí está mi niña!
Y reanudaron las pequeñas intimidades entre los dos, leyendo el periódico, haciendo pasatiempos, viendo magazines de cotilleo en la televisión, para espantar el tedio, la tarde entera.
A la espera de una mejoría que no acababa de llegar.

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