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martes, 13 de noviembre de 2012

Marcy (68)



García era uno de esos empleados grises, con gafas, que hay en cualquier empresa, que pasa desapercibido, pero que en lo suyo, en el departamento de contabilidad, era un fenómeno. Manele lo tenía en la consideración más elevada y lo trataba a menudo, incluso jugaban juntos partidos de squash en el Zeol una vez a la semana.
Marcy lo había visto de refilón, en las celebraciones de la empresa y poco más.
Era el clásico contable, vestido como un contable, todo calculado de pies a cabeza.
De baja estatura, trajeado siempre hasta el menor detalle, minucioso y exquisito, llevaba los zapatos lustrosos hasta la exageración, el cabello corto, y una cuidada barba de dos días. A pesar de su escasa altura era atlético y estaba en una forma excelente.
Tenía fama en la compañía de darse tremendas palizas en el gimnasio, sudando como un pollo en la sala de musculación del Zeol.
Manele lo reverenciaba por sus contactos financieros y por su capacidad de manejar dinero y hacerlo crecer como por arte de magia, mover cuentas, comprar y vender valores. Dijo a Marcy muchas veces que todo lo que sabía de finanzas lo había aprendido García.
Manele hablaba mucho de él, tanto, que empezó a levantar en Marcy cierta desconfianza.
Llegó a pensar, incluso, que Manele lo utilizaba de tapadera y que el otro colaboraba. Que  muchos partidos de squash de los de una vez a la semana nunca habían tenido lugar y que, en ese tiempo, Manele se divertía con la nórdica o con otras mujeres de la compañía.
El Zeol Center daba para todo. Tenía el club deportivo más distinguido de Greda, en la penúltima planta del edificio, desde donde se disfrutaban magníficas vistas de la ciudad. Los privilegiados capaces de pagar las elevadas cuotas de club y los ejecutivos de la Duxa corrían allí miles de kilómetros a bordo de las máquinas más sofisticadas y luego se relajaban en la sauna y en el jacuzzi.
Marcy había visto aquellas instalaciones sólo una vez, se las había enseñado Manele al poco de ingresar en la compañía.
Tenía fundados temores para sospechar de las partidas de squash de su marido. De hecho en una cena de la compañía, un tiempo atrás, quedó en evidencia delante de las esposas de los empelados.
Las señoras siempre se sentaban a un extremo de la mesa para hablar de sus cosas. De improviso una de ellas, de una edad poco más o menos similar a la suya le soltó la bomba.
Estaban hablando de la guerra que daban los niños, uno de los temas preferidos.
–Marcy, tú no te quejes, preciosa. El otro día, allí estaba ella, en el jacuzzi del Zeol, enganchada a su maridito mirando la puesta de sol, teníais que haberla visto.
Marcy se quedó confusa unos instantes, sin saber que decía aquella tipa ni que tenía que responder ella.
No dijo nada, miró hacia Manele, que al otro lado de la mesa charlaba animado con sus compañeros y después hacia la que le había hablado.
Si  dices algo vas a meter la pata, seguro”. Se mantuvo en silencio sonriendo, como si en efecto fuera ella aquella mujer del jacuzzi.
Pero no lo era, era la esposa de Manele, aquel trasto viejo y gordo que él tenía escondido en su casa mientras se divertía con las mujeres que merecían la pena de verdad.
Después de haber oído aquello su corazón se volvió una piedra en el medio de su pecho, una piedra que le causaba un dolor sordo.
Y con aquella piedra regresó a su casa con su marido al lado y se acostó en la cama, cerca del borde, aislada, encogida, hasta que su cuerpo se volvió también pétreo, y metió la cabeza bajo las sábanas y respiró un rato para que el aire viciado le atontara el cerebro lo suficiente para dormir.
A ver si no despertaba de una puñetera vez.

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