Leyó con la mayor atención las
instrucciones de Manele sobre las transferencias bancarias.
Debería sacar el dinero del banco a primera
hora de la mañana, y lo iría acumulando en casa, guardado en la caja fuerte.
Cada vez que reuniera cincuenta mil euros, los llevaría al Zeol Center, a la
oficina de García, del departamento de contabilidad de la Duxa Limited. Ese
dinero se depositaría en una cuenta especial para evitar el pago de impuestos.
Así el producto de su negocio quedaría por entero para ellos.
Manele era un verdadero as de las finanzas,
no cabía la menor duda.
Siguió sus instrucciones al pie de la
letra.
En poco tiempo saldrían de aquella vida
mediocre que llevaban en el pisito del enjambre de Mazello y darían el gran
salto.
En cuanto reunió diez mil euros se metió
mil en la cartera, y los reservó para jugar en las máquinas de un casino nuevo,
del centro de Greda, que hacía un tiempo que tenía controlado y que contaba con
máquinas de última generación.
También se compraría una buena cantidad de
ropa y complementos de calidad en las mejores tiendas de Greda, para marcar el
principio de otra existencia.
Mientras las remesas llegaran con
regularidad no había porqué inquietarse.
Iba a darse el gustazo de un atracón.
Casi estaba oyendo ya las endiabladas
musiquillas machaconas que soltaban los artefactos, las cantinelas que tanto le
gustaban y que tanto odiaba, que se le metían en la cabeza y las evocaba sin
querer, a todas horas, hasta estando en la cama, cuando estaba con la venada
del juego.
Entró un día atraída por lo irremediable,
dejando su voluntad en la puerta.
Estaba rabiando por recaer.
Transcurrió un tiempo indeterminado
mientras iba ensayando con cada aparato, como ganado enganchado a su pesebre,
adquiriendo al momento una pasmosa maestría.
Terminó con un regusto agridulce, de
excitación mezclada con la corrosión del remordimiento por haber caído en el
hoyo una vez más.
La orgía de juego le llevó varias mañanas
que hubieran correspondido a su curso universitario.
Hasta llegó a pensar que no le interesaban
demasiado ni el máster, ni sus hijos, que ya habían vuelto al colegio, ni siquiera
Rafa, al que veía a ratos perdidos, por cumplir, a veces en su propia casa una
vez acostados los niños.
Nada tan atrayente como alimentar aquellas
máquinas, una apuesta detrás de otra, y luego otra, y aun otra más, hasta
llegar al clímax del premio o abandonar estafada, enfadada y vagar perdida por
la ciudad, sin oficio ni beneficio, como una zombi.
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