Después de tantos años, ya casi había
olvidado la sensación de seguridad y confianza que trasmiten los brazos de un
hombre que trata con cariño a una mujer.
Incluso, desde que estaba con Rafa, llevaba
mejor las visitas al hospital, como si el renacer erótico que estaba
experimentando la distrajeran un poco del sufrimiento de ver a su padre cada
día más enfermo.
La habitación del sanatorio se había
convertido en algo tan sabido para ella como la propia casa de sus padres; y la
gente que pasaba por allí, familiares, amigos, visitas médicas, de enfermería y
limpiadoras, de las que te hacen salir de la habitación cuando hacen su
trabajo, todos se le hacían como de la familia.
Marcy procuraba ir a diario, por la tarde,
para sortear a los galenos, para que no fueran a darle las malas noticias que
ella no quería ir.
Pero la tarde que acudió al hospital, y que
estaban en el cuarto con sus padres los tíos Gerardo y Mery, encontró a su
padre algo mejor, con la cabeza levantada sobre varias almohadas, y con un ramo
de flores amarillas sobre la mesilla, preciosas, que los tíos le había traído.
Su padre no tardó en sacarle el tema de sus
estudios.
–No sé si saldré de ésta, pero lo que más
quiero en el mundo es que tú tires para adelante, hija, no me decepciones.
–Papá, ¿por qué te preocupas tanto?, sabes
que no es bueno para tu corazón. Todo llegará, ya lo verás.
–Tu padre tiene toda la razón, tú estudia,
di que sí –dijo el tio Gerardo.
–Ella que se ocupe de su marido, no se le
vaya a escapar –dijo Mery.
–¿A que es lo que le digo yo siempre?
–remachó su madre, contenta de que su hermana le diera la razón.
Su madre siempre se empeñaba en llevar la
razón.
Las tres fueron juntas a la cafetería del
sanatorio a merendar.
Marcy advirtió que su madre y su tía la
observaban con nueva curiosidad. Las mujeres parecían sedientas por hacer
averiguaciones sobre su vida.
–Te encuentro muy bien, hija. Últimamente
te arreglas mucho y estás más alegre -la interrogó con su aguda mirada–, pero
esa falda, ¿no es muy corta?
Amelia no quitaba ojo de la falda que lucía
Marcy gracias a su recobrada silueta, ni tampoco de sus uñas pintadas de rojo.
–¿Es que ser guapa es pecado, mami? ¡No van
a detenerme por eso!
–Una madre de familia tiene que guardar una
compostura –sentenció Mery.
A veces su tía tenía salidas de ese tipo,
trasnochadas. Marcy no hizo ni caso.
Las tostadas y el café que estaban tomando
estaban deliciosos y su padre estaba mejor y Rafa la tenía bien servida y sus
hijos sanos, no estaba para hacer caso de tonterías.
–Espero que sepas lo que haces, hija. Ya
sabes que Manele es algo celoso, ten cuidado – su madre volvió a la carga.
“Ahora sí que tiene motivos para sus
celos”. Se lo tenía bien merecido, mucho había tardado en tomarse la justa
revancha por las infidelidades de Manele.
Cuando pagaron en la caja el empleado la
obsequió con una ojeada admirativa, de arriba abajo, con las paradas
correspondientes.
–¿No ves cómo te miran?, vas excesiva
–remachó su tía.
–Pues a mi me parece que te miraba a ti,
todavía estás de muy buen ver –le respondió la aludida.
Marcy se partía de la risa viendo a su tía
escandalizarse y coger del bracete a su hermana para salir de la cafetería. Las
miró por detrás, las dos vestidas iguales, tan parecidas, y pensó que no podía
enfadarse con ellas.
Se armaría la gorda si supieran que tenía
un amante y que, para más inri, era un chaval más joven que ella.
Y eso que, después de varios días de
encuentros con Rafa, ya empezaba a cansarle un poco su inexperiencia y su
emotividad, demasiado sensible, demasiado nervioso, casi prefería la rudeza de
su marido, el hombre que mejor la había amado entre todos, a pesar de todo.
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