Las secuelas de lo sucedido en el despacho del catedrático de economía
no tardaron en aparecer. Estaba unos días después en su clase, como era
habitual, a primera hora de la mañana y el docente traía bajo el brazo los
exámenes de los alumnos.
Tenía por costumbre decir las notas en alto, en público, y pedía a
cada uno que diera su opinión.
–Aprobado –dijo con frialdad el profesor, después de decir su nombre.
Ella sabía que la calificación debía ser superior. Hasta sus
compañeros la miraron extrañados, porque les tenía acostumbrados a notas
elevadas.
–Intentaré mejorar –respondió ella, seria.
Su compañera de mesa le dio un codazo y la miró extrañada.
–¿Qué paso? Ya te lo digo yo, que no tragaste.
Marcy no respondió, miró al frente para que su amiga no averiguara en
su cara el disgusto que tenía.
Estudió como una mula aquella asignatura y en los exámenes siguientes
el resultado fue siempre el mismo.
Pero no llegó a averiguar de verdad las consecuencias de su negativa
hasta que llegó el ofrecimiento de entrar como alumno interno a la cátedra.
Ella se postuló, entre otros candidatos. Estar como interno en el
departamento de economía era algo muy apreciado en la facultad, el marchamo de
los alumnos más aventajados, muchas veces era el preludio para acabar como profesor
en la Universidad de Greda.
Avisaron de que había salido la lista de los admitidos y fue corriendo
con el corazón en vilo.
Desestimada. Había plaza para todos, pero a ella había quedado
excluida.
Corrió hacia el despacho del profesor. Había varios alumnos esperando,
pero ella no podía esperar más tiempo, pidió al primero de ellos que la colara
y pasó dentro.
El profesor estaba sentado trabajando en su mesa y la miró por encima
de las gafas.
–Debe haber habido un error, profesor, hay plaza para todos.
–Perdone, pero no hay ningún error, usted no entra.
Marcy le miró extrañada.
–Esto es…, por aquello –dijo él, crucificándola con los ojos.
Aquella mirada trasmitía perversidad.
Acababa de oír lo último que se esperaba.
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