Marcy tuvo la sensación de que aquel profesor, uno de los más
prestigiosos de la facultad, quería, mediante aquel ofrecimiento, saldar con
ella una antigua herida.
Veinte años atrás aquel catedrático le había causado la mayor
decepción que padeció en su vida de estudiante.
Creyó tocar el cielo cuando ingresó en la Facultad de Ciencias de la
Empresa de Greda.
Toda su vida no había parado de oír los atropellos que sufrían los
trabajadores, los horarios de trabajo abusivos, las horas extras sin cobrar,
los despidos. Su padre habló toda la vida de aquellas injusticias, de la
opresión que tenían que aguantar los obreros del metal, de la lucha sindical,
los comités y las huelgas.
Tuvo conciencia desde pequeña.
Ella estaba convencida de que tenía que haber otra forma de hacer las
cosas.
También estaba convencida de que no se podían tolerar las
desigualdades, ni la pobreza, ni admitir que medio mundo tenía que morirse de
hambre.
Estaba convencida de que era posible otro mundo más justo.
Entrar en la facultad era el primer paso serio para la acción. Sintió
un respeto reverencial por el cuadro docente desde el primer día.
Por eso quedó desconcertada cuando uno de los profesores estrella, el
catedrático de economía, el hueso de la facultad, la llamó para hablar sobre un
examen que acababa de hacer, uno de los primeros del primer curso.
Todos los alumnos se fueron retirando del aula y quedaron a solas.
–Pase conmigo al despacho que tengo algunas dudas acerca de su
calificación.
Entraron y él ocupó su puesto, en el sillón principal, ante la mesa.
El mobiliario estaba algo desvencijado y la luz fluorescente destacaba algún
desconchón de pintura de las paredes, causada por la humedad.
–Apague la luz, por favor y acerque aquí una silla.
Él encendió la lámpara que estaba sobre la mesa mientras Marcy se
sentaba a su lado.
Sacó su examen de una carpeta y le echó una ojeada, ya estaba
corregido.
–Esta pregunta le bajó nota, la contestación está incompleta –dijo
señalándola con un bolígrafo que portaba en la mano derecha.
Y depositó su mano izquierda en la rodilla de Marcy. Ella se quedó
rígida, inmóvil, no sabía qué estaba pasando. Pero él no retiraba la mano de la
rodilla.
–Ese día me puse muy nerviosa –dijo temblorosa, sudando–. Sí, sí,
estaba nerviosa.
–Pues no hay que ponerse así, Marcelina.
Llevaba una falda a la rodilla y el profesor movió su mano con
intención, levantando el borde unos centímetros.
Las piernas de ella temblaban como si estuvieran haciendo el examen
del carné de conducir.
No podía creer lo que estaba viendo, su profesor, tan admirado, un
semidiós para ella. Con lo que había estudiado para quedar bien en su
asignatura.
De un salto se puso de pie estirando la falda, las manos le
chorreaban.
–Me perdone..., tengo que salir..., al cuarto de baño.
Salió zumbando de aquel despacho y ya no volvió a entrar.
Fue al aseo y se sentó sobre la tapa del váter para serenarse.
Había oído que esas cosas sucedían, incluso que había alumnas que
compraban sus notas a cambio de favores sexuales. Y sabía que el profesor tenía
fama de Casanova.
Pero no creía que pudiera ocurrirle a ella.
Le saltaron unas lágrimas de rabia, se las secó con la manga de la
camisa y se fue a su casa.
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