Una noche, mientras veía la televisión, le
sorprendió la llamada de Román, el arquitecto separado de Isabel, el antiguo
socio de Manele en la época de Imomonde, un tipo frente al que ella siempre
había sentido una mezcla de respeto y miedo.
–Marcy, ¿es usted?...
Mire, lo primero de todo es disculparme por mi grosería cuando me llamó. Estaba
muy dolido con Isabel y no sabía lo que decía. Le ruego que me disculpe.
–No hay por qué,
Román, ya comprendo por lo que estará pasando, pero yo hace tiempo que no tengo
trato de amistad con ella, hace mucho que no nos vemos.
Él no le apeaba
el trato de usted, como manteniéndola a distancia, pero, a la vez, amagaba con
decirle algo de importancia.
–Mire, he hecho
mis averiguaciones y tengo que decirle que tenga cuidado, señora, quizá usted y
yo tengamos algo en común.
–No sé a qué se
refiere, Román.
–Mire, no quiero
meterme en su vida personal, pero ándese con cuidado, tome precauciones. Tal
vez algún día podríamos vernos, ya le explicaré, ¿okay?
Se despidió y
colgó sin darle a aquello la mayor trascendencia, pero no tardó mucho en hablar
de nuevo con Román, le devolvió la llamada al día siguiente.
Había quedado
intrigada a raíz de aquella conversación telefónica.
El arquitecto le
rogó que acudiera a su estudio a última hora de la tarde, donde podrían hablar
con tranquilidad.
Se convenció a sí
misma de que los niños ya eran mayorcitos y, dejándolos ya en la cama, les
advirtió que saldría y que no se movieran de su habitación en ningún caso.
–Pablo, te hago a
ti responsable, que eres el mayor.
Se enfundó uno de
sus nuevos trajes color negro, bien ajustado a su cuerpo y se recogió el pelo,
se maquilló los labios y completó su atuendo con botines rojo oscuro y bolso a
juego.
El estudio se
encontraba en un edificio singular, un cubo fabricado entero en cemento pulido,
con un único ventanal enorme, oscuro, haciendo las veces de fachada. No se
encontraba lejos del domicilio de Marcy, y accedió a él caminando por las ya
medio desiertas calles de Mazello.
Hacía ya mucho
tiempo que no veía a Román y le cautivó su imagen cuando le abrió la puerta de
entrada, vislumbrándose tras él la refinada estancia.
Era algo mayor
que ella, de rasgos perfectos; el cabello plateado y abundante, ondulado y
peinado hacia atrás; bien arreglado, con prendas de lujo de aire deportivo y
cuidados modales, provenientes, seguro, de una educación de primera clase. Le
tendió la mano, que ella apreció firme y suave a la vez.
–Adelante, Marcy.
Un conjunto de
sofás tipo chéster eran los únicos asientos colocados en el centro de la enorme
y única habitación, y Marcy ocupó uno de ellos. La sobria decoración en blanco
y negro arrojaba una imagen de estilo masculino muy atrayente. Se notaba la
mano del artista.
De una diminuta
máquina donde él introdujo unas cápsulas semiesféricas, extrajo dos cafés de
aroma exquisito que colocó en una bandeja junto a dos vasos de cristal grueso y
una jarra de agua fría de la nevera.
Depositó el
conjunto sobre la mesa de diseño, al alcance de Marcy, y ocupó el sofá
confrontado al de ella, probando con deleite su café.
–Cuando usted me
llamó, Román, estaba tan ocupada que apenas pude prestarle atención, pero me
pareció que quería decirme algo importante.
–Desde luego,
Marcy. No voy a andarme por las ramas. Usted me había preguntado hace un tiempo
por Isabel. Mire, voy a decirle donde está, prepárese. Lo he averiguado todo
hace unos días.
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