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martes, 4 de diciembre de 2012

Marcy (71)



Estaba rígida, como a la espera de poder recibir un golpe brutal, preparándose para oír cualquier cosa.
–Isabel está viviendo en Brexals, con su marido de usted y esperan un hijo. Lo siento, lamento causarle este dolor, pero tiene que saberlo.
Marcy permaneció como paralizada durante lo que le pareció a ella una eternidad.
Así que era verdad”. Se lo repitió mentalmente, recordando las palabras de Laura, sin poder llegar a creerlo, como si le estuviera sucediendo a otra que no fuera ella.
–No se mortifique, no somos los primeros ni los últimos que sufren algo así, hay que ir asimilándolo. Son dos verdaderos sinvergüenzas. Y por si fuera poco, Isabel se ha quedado con un montón de dinero producto de mi esfuerzo, ¡del mío! Estoy indignado.
Marcy, en ese punto, no podía contemplar más que su orgullo herido, su despecho, podría hasta matar en aquel momento si los tuviera delante.
Sintió rabia, una rabia cegadora.
Se va a enterar ese traidor”.
–Oiga, yo había pensado, que ya que estamos juntos en esto. Mire..., podríamos hacer algo para fastidiar bien a esos dos. Por eso la había llamado. Pensaremos algo, ¿okay?
Se levantó hacia la pequeña cocina americana empotrada en una de las paredes y, sobre la encimera negra, brillante, depositó el contenido de un sobrecito que extrajo de un cajón. Formó una estrecha tira de la sustancia blanca con una tarjeta de crédito y la aspiró con un canutillo que fabricó con un billete de cincuenta. Después formó varias más.
–¿Quiere usted un poco? Tome cuanto desee.
Marcy apenas recordaba el efecto de la sustancia, que consumió en una racha loca de su época universitaria.
Por qué no”. Y se acercó decidida aspirando una de las líneas con eficacia.
Al poco se sintió enérgica, alegre hasta el punto de la euforia.
Se iban a enterar los ingratos. No podían consentir aquel atropello. Algo se les ocurriría, sin duda, lo mejor sería colaborar para plantarles cara.
Pasaron varias horas barajando posibilidades, hasta que Marcy le explicó el asunto de las transferencias de Manele, y eso fue lo que interesó a Román.
–Ahí hay gato encerrado –dijo el arquitecto–. Hay que investigarlo, eso me huele mal.
A las tantas de la madrugada Marcy recordó que había dejado a los niños solos.
Habían pasado muchas horas, pero su corazón había quedado insensible por el golpe recibido y parecía no importarle nada.
Retornó a casa a la carrera, en medio de una intuición negativa.
Nada más entrar oyó el llanto de los niños y corrió hacia su habitación.
–¡Mamá, mamá! Manu se cayó de la litera y no puede moverse, igual se rompió algo, mami, porque no puedo ni tocarle el brazo derecho.
El pequeño yacía a los pies de su hermano, inmóvil, en el suelo, gimiendo de dolor.
–Os dije que no os movierais de la cama, ¿no? ¡Sois unos desobedientes!
Levantó con resolución a Manu mientras éste chillaba de dolor.
–¡Estoy hasta el moño de ti! –gritó al niño.
La excitación que traía de la calle se tornó en cólera por la contrariedad del accidente de los chiquillos. Como un león enjaulado comenzó a dar vueltas por el cuarto, mientras los pequeños guardaban silencio, expectantes. Manu protegía con su brazo izquierdo la zona dañada conteniendo el dolor cuanto podía.
No hubo más remedio que acudir a Urgencias y enyesar el brazo afectado, retornando los tres a casa cabizbajos, sin haber podido acudir a sus obligaciones de aquella mañana.
Tomaron unos pocos alimentos y Marcy, desentendiéndose de sus hijos, pasó casi todo el día durmiendo en su cama.

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