Estaba rígida, como a la espera de poder
recibir un golpe brutal, preparándose para oír cualquier cosa.
–Isabel está
viviendo en Brexals, con su marido de usted y esperan un hijo. Lo siento,
lamento causarle este dolor, pero tiene que saberlo.
Marcy permaneció
como paralizada durante lo que le pareció a ella una eternidad.
“Así que era
verdad”. Se lo repitió mentalmente, recordando las palabras de Laura, sin
poder llegar a creerlo, como si le estuviera sucediendo a otra que no fuera
ella.
–No se mortifique,
no somos los primeros ni los últimos que sufren algo así, hay que ir
asimilándolo. Son dos verdaderos sinvergüenzas. Y por si fuera poco, Isabel se
ha quedado con un montón de dinero producto de mi esfuerzo, ¡del mío! Estoy
indignado.
Marcy, en ese
punto, no podía contemplar más que su orgullo herido, su despecho, podría hasta
matar en aquel momento si los tuviera delante.
Sintió rabia, una
rabia cegadora.
“Se va a
enterar ese traidor”.
–Oiga, yo había
pensado, que ya que estamos juntos en esto. Mire..., podríamos hacer algo para
fastidiar bien a esos dos. Por eso la había llamado. Pensaremos algo, ¿okay?
Se levantó hacia
la pequeña cocina americana empotrada en una de las paredes y, sobre la
encimera negra, brillante, depositó el contenido de un sobrecito que extrajo de
un cajón. Formó una estrecha tira de la sustancia blanca con una tarjeta de
crédito y la aspiró con un canutillo que fabricó con un billete de cincuenta.
Después formó varias más.
–¿Quiere usted un
poco? Tome cuanto desee.
Marcy apenas recordaba
el efecto de la sustancia, que consumió en una racha loca de su época
universitaria.
“Por qué no”.
Y se acercó decidida aspirando una de las líneas con eficacia.
Al poco se sintió
enérgica, alegre hasta el punto de la euforia.
Se iban a enterar
los ingratos. No podían consentir aquel atropello. Algo se les ocurriría, sin
duda, lo mejor sería colaborar para plantarles cara.
Pasaron varias
horas barajando posibilidades, hasta que Marcy le explicó el asunto de las
transferencias de Manele, y eso fue lo que interesó a Román.
–Ahí hay gato
encerrado –dijo el arquitecto–. Hay que investigarlo, eso me huele mal.
A las tantas de
la madrugada Marcy recordó que había dejado a los niños solos.
Habían pasado
muchas horas, pero su corazón había quedado insensible por el golpe recibido y
parecía no importarle nada.
Retornó a casa a
la carrera, en medio de una intuición negativa.
Nada más entrar
oyó el llanto de los niños y corrió hacia su habitación.
–¡Mamá, mamá!
Manu se cayó de la litera y no puede moverse, igual se rompió algo, mami,
porque no puedo ni tocarle el brazo derecho.
El pequeño yacía
a los pies de su hermano, inmóvil, en el suelo, gimiendo de dolor.
–Os dije que no
os movierais de la cama, ¿no? ¡Sois unos desobedientes!
Levantó con
resolución a Manu mientras éste chillaba de dolor.
–¡Estoy hasta el
moño de ti! –gritó al niño.
La excitación que
traía de la calle se tornó en cólera por la contrariedad del accidente de los
chiquillos. Como un león enjaulado comenzó a dar vueltas por el cuarto,
mientras los pequeños guardaban silencio, expectantes. Manu protegía con su
brazo izquierdo la zona dañada conteniendo el dolor cuanto podía.
No hubo más
remedio que acudir a Urgencias y enyesar el brazo afectado, retornando los tres
a casa cabizbajos, sin haber podido acudir a sus obligaciones de aquella
mañana.
Tomaron unos pocos alimentos y Marcy, desentendiéndose de
sus hijos, pasó casi todo el día durmiendo en su cama.
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