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martes, 25 de diciembre de 2012

Marcy (74)



El Casino de Greda estaba caliente aquella tarde. La mayoría de jugadores estaban concentrados en las mesas de juego, mientras otra gente se divertía con las máquinas y otros se limitaban a tomar una copa en el bar.
El dinero en forma de fichas de colores circulaba por los tapetes a la velocidad del rayo.
–No le voy a decir que éste es el casino de papá, Marcy...
Román remarcó “casino de papá” con una entonación ñoña, propia de un niño, una manera de hablar poco habitual en él.
–...en fin, mi padre tiene participaciones en éste negocio. En este casino y en los demás de la cadena.
–¿Qué me recomienda? Yo hasta ahora sólo he jugado tragaperras.
–¡Buah!, no sabe lo que son emociones fuertes.
Probaron distintas mesas de juego apostando con las fichas que Román había adquirido, el equivalente a la mitad del salario que Manele ganaba en la Duxa.
Una se acostumbra pronto a lo bueno”. Lo observaba perder y ganar con una naturalidad pasmosa, como al que nunca, desde la cuna, le ha faltado de nada.
Se acercaron a la barra a tomar una copa. Marcy ocupó un taburete mientras su acompañante se quedó de pie, mirando hacia las mesas con las manos en los bolsillos y el mentón alzado en una pose elegante.
–¡Estoy agotada!
–Fúmese un cigarrillo, ¿okay? O algo más, si le apetece.
Le pasó una pitillera plana, dorada, que extrajo del bolsillo interior de su americana.
Marcy fue al cuarto de baño, se fumó un cigarrillo y aspiró una línea de sustancia, después regresó a su lugar en la barra y se tomó toda la copa con rapidez.
No pudo reprimir la curiosidad por la familia del arquitecto.
–Su padre, está muy bien situado, ¿no? –dijo ella echando un vistazo a la sala.
–Un lince para los negocios, de toda la vida. Tiene dinero para aburrir, hasta yo me pregunto qué hace para amasar tanto; por eso se ha metido aquí de socio, porque es un negocio bueno para aflorar dinero.
Marcy no entendió muy bien aquello.
Encendió un cigarrillo que ella le ofreció y aspiró el humo fresco con deleite.
–Es un esteta de la pasta. Ya ve, yo nací así, en medio de todo esto, y lo ves tan normal. Hasta te llega a extrañar que el resto de la gente pueda vivir de un salario.
Aspiró otra calada, más profunda, y apagó el cigarrillo.
–Hay otras vidas, ¿no es cierto?, pero no son como ésta –dijo mirándola sonriente.
Ella asintió con un amplio movimiento de cabeza de arriba abajo.
–La verdad, creo que tendré que tomar lecciones aceleradas, le tomo como maestro.
Retornaron a las mesas de juego. Él fue detallando cada acción de los jugadores para adiestrarla. Después ella probó por sí misma con buen resultado.
–El truco está, como todo, en encontrar la medida. Saber plantarse a tiempo por mucho dinero que se tenga –dijo él, mientras paseaban por la sala.
Aquel local era ruidoso y estaba lleno de humo, que formaba curiosas volutas sobre las mesas de juego, a pesar de que se notaba la ventilación. Pero a Marcy no le afectaba, se sentía a sus anchas.
Román, que conocía a casi todos los empleados y también a muchos clientes, iba repartiendo saludos aquí y allá con un breve gesto de cabeza como lo hace la gente del gran mundo.
–Venga aquí, a la ruleta. Para mí la reina del casino. Nos vamos a divertir.
Apueste a la suerte sencilla, par impar, por ejemplo.
Ella colocó las fichas sobre los cuadrantes del tapete verde que Román le indicaba.
–Cuando el crupier dice: “No va más”, ya no se pueden hacer más apuestas.
Ella le cogió el tranquillo a aquel juego a la primera. Era entretenido el giro endiablado de la bolita que hacía un ruido característico y el rápido y preciso movimiento del empleado con el rastrillo poniendo y quitando fichas de los cuadrantes.
–Ya hay que plantarse, es el momento justo –dijo Román.
No había problema, Marcy sabía que había para jugar todo el dinero y todos los días que le diera la gana.
Se levantó y le ofreció tomar otra copa mientras seguían las acciones de los jugadores.
–¡Observe!, nos divertiremos un rato.
Ella no había reparado en que un compañero de la mesa de la ruleta. El jugador llevaba un traje que parecía de varias tallas menos de lo que hubiera necesitado, a través de la abertura de la chaqueta lucía una prominente barriga cubierta apenas con una camisa cuyos botones parecían a punto de estallar. Tenía cuatro pelos en la cabeza, muy largos y teñidos, que llevaba cruzados de una extraña manera, pero que en aquel instante estaban revueltos y dejaban al descubierto una reluciente calva.
El jugador se aflojaba el nudo de la corbata y sudaba. De vez en cuando se limpiaba el sudor con un pañuelo que sacaba con dificultades del bolsillo de su pantalón.
Resoplaba y movía las fichas como un poseso mirando con ansiedad el recorrido de la bolita.
Perdió todas las fichas con las que comenzó a jugar y se puso de pie enfadado, dando un puntapié a la silla e intentando colocarse el cabello de la mejor manera posible. Parecía que murmuraba por lo bajo.
–Otro idiota más –dijo Román.
–¿Lo conoce?
–Lo conocemos todos. Siempre tropieza en la misma piedra, el muy imbécil.
El tipo se lo había jugado todo también a la suerte sencilla, rojo negro.
Cada vez que perdía apostaba el doble de lo perdido con la esperanza de recuperarse.
–Ahora va a pedir pasta a uno de esos fulanos –dijo Román con seguridad.
Tal cual lo acababa de decir, uno de los hombres que estaban de pie cerca de la ruleta sacó un buen fajo de billetes que llevaba sujetos con un anillo de goma.
El jugador continuó apostando y continuó perdiendo hasta que, ya aburrido y sin ninguna ficha, se marchó del local echando pestes.
–Mientras haya tontos así, el negocio está asegurado –dijo Román sonriendo.
Marcy sintió piedad por el ludópata.
–Ya veo –repuso algo desanimada.
–¡Anímese! Tomemos otra copita y lo que haga falta.

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