Su vida pasada se
le figuró un espejismo, algo imposible de vivir, y las personas de su vida
pasada unos seres tristes, problemáticos, o unos seres sin la menor
importancia.
Sus padres ya
estaban de vuelta en su casa y se le hacía un mundo traspasar aquella puerta
para visitarlos.
Él, igual de
enfermo, tal y como estaba en el hospital, un poco dejado de la mano de sus
médicos, que ya lo habían probado todo, postrado en la cama, y sometido a los
constantes y ansiosos cuidados de su mujer.
Cada vez que iba por
allí, Amelia le vertía a Marcy encima una angustia feroz.
Su madre trataba
de acapararla para investigar sus secretos, alarmada por cada nueva señal que
advertía en ella, la vestimenta de lujo, más provocativa de lo habitual,
cargada de joyas y complementos de marca.
Por eso procuraba
llevar siempre a los niños, para echárselos por delante a Amelia y distraer su
atención.
Porque reprobaba
el cambio de Marcy.
Amelia le dijo un
día todo lo que quiso.
Que la encontraba
excitada, irritada, de mal genio, con la especial receptividad de toda madre
que no pasa por alto ni un detalle de su retoño.
–Hija, ¿estás
comiendo bien?, ¿están bien los niños? ¿Y Manele?
Temía a aquellos
interrogatorios de su madre.
–No me gusta como
vas vestida, te van a tomar por lo que no eres, me lo dice tu tía.
Amelia no tardó
en volver a la carga.
–Tu padre, ya
ves, me lo dieron de alta, está peor que cuando ingresó.
Marcy renunció a
todo intento de diálogo.
–Esos medicuchos
son unos golfos, tendrías que ir a hablar y ponerlos verdes.
Le resultó normal
que su madre estuviera desquiciada y no quiso enfadarse con ella.
–Tú vigila tus
pasos, que no puedan llegarle habladurías a tu marido.
Saltaba de un
tema a otro sin orden ni concierto, hablando atropellada, sin atender a las
respuestas.
Cuando su madre
le sacaba la lista de las quejas en toda regla era mejor callar y
contemporizar, lo hacía de cuando en cuando y ahora con mayor motivo.
Amelia tampoco
pasó por alto el accidente del pequeño. Marcy percibió cómo su madre la
acusaba, sin palabras, mientras el mayor relataba lo sucedido.
–¿Dónde estaba
mamá, Pablo? –interrogó la abuela.
–Es que…estaba
durmiendo en su habitación, yaya –el mayor farfullaba la disculpa poniéndose
colorado hasta la raíz del pelo.
Aquel niño no
sabía mentir.
A veces dejaba a
los niños con los abuelos, desde donde podían acudir al colegio con más
facilidad que desde Mazello, porque la parada del bus caía justo al lado de su
casa, y porque le daba la gana de usar su libertad y la necesitaba.
Su familia se
volvió incompatible con su nueva vida, y también sus amigos.
Ni pensar en
llamar a Laura y sincerarse, reconocer ante ella aquella verdad, aquel horrible
fracaso. Nada de andar dando pena por ahí, eso sería lo último, no iba a darle
a Laurita el gustazo de compadecerla.
Además no habría
motivo para ello, ya se le ocurriría algo para salir del paso, ahora que tenía
medios.
Y Rafa se le
estaba haciendo cada vez más cargante, un enamorado lastimero y blandengue del
que no iba a librase tan fácil, apenas respondía a sus llamadas telefónicas y
le evitaba cuanto podía en la facultad; excepto si lo necesitaba como
secretario, como fiel servidor, en tal caso, y con todo el descaro del mundo,
le encargaba las tareas del máster.
Pero cuando no lo
necesitaba le daba un trato displicente, distante.
Contaba con la ayuda de Román y eso era más que
suficiente, muy por encima del alocado Nacho; un hombre de pies a cabeza, con
experiencia, el tipo de tío con canas, con experiencia, el que siempre había
necesitado a su lado, juntos serían capaces de todo.
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