Marcy no sabía a ciencia cierta en qué
términos estaba la situación cuando Manele anunció su llegada para pasar el
resto de las vacaciones en Mazello.
El regreso de su esposo ocurrió como si
nada hubiera pasado. Apareció tranquilo y encantador, complaciente con ella y
con los niños. Nada dejaba traslucir que estuviera atravesando ninguna crisis
personal y retomó la convivencia en el hogar con una pasmosa naturalidad.
Marcy estaba desconcertada, sin saber a qué
atenerse, hacía muchos años que él no se portaba con semejante delicadeza hacia
ella y su comportamiento la empezó a hacer dudar de sí misma.
Le vio disfrutar de nuevo jugando con sus
hijos, saliendo todos juntos al parque o a tomar una pizza, cenando los
dos a solas hablando de todo en general y de nada en particular, como les
gustaba hacerlo cuando eran felices.
A Marcy ya no importó sentirse de nuevo
débil, necesitada de él y le comenzó a pedir seguridad en el amor, aquello que
se había prometido a sí misma mil veces que no volvería a pedirle nunca.
Y él le decía lo que ella quería oír. Y
cada cena se convirtió en una nueva promesa de amor y fidelidad por parte de
él, como le había hecho tantas veces, y ella creyendo y creyendo.
–Haces demasiado caso a las habladurías.
Ella lo reconocía.
–Uno, ya sabes, si se le pone una lagarta
por delante, ¿qué puede hacer?
Ella le disculpaba.
–Del amor al odio sólo hay un paso.
Ella creía en el refranero.
–Quien bien te quiere te hará llorar.
Y ella creía en él. Volvió a creer.
Le veía encantado y encantador, rodeado de
los suyos, afectuoso con los suegros, involucrado en una empresa solidaria. Su
madre llevaba razón.
Quizá, en efecto, hacía demasiado caso a
las habladurías y tenía un príncipe a su lado sin darse cuenta. Terminó dudando
de sí misma.
Manele ya se había olvidado de Isabel y de
las demás, había recapacitado.
Y ella decidió dejar de lado a Rafa, por
temor a los celos de su marido y escondió, bajo llave y apagado, su teléfono
móvil y su portátil.
Atisbó una nueva oportunidad de recomponer
su familia. Tomó el anillo que había quedado guardado en el chifonier de
la entrada y se lo puso.
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