Una vez que los niños cenaron y se
acostaron a dormir, Marcy y Rafa pasaron a la cocina a hacer lo propio y se
sentaron en el salón a charlar y ver un rato la televisión.
Ella le contó con pelos y señales la
desgracia sucedida en la cena. También se vio obligada a decirle lo sucedido en
el trabajo, su expulsión y su retorno, y los motivos de todo ello. De todos
modos iba a enterarse, mejor que fuera ella quien se lo dijera.
–Esto sí que jamás de los jamases me lo
esperaba de usted –dijo él brusco, disgustado.
Se esperaba aquella reacción de Rafa.
–Está haciendo lo mismo que la gente a la
que critica, señorita. Ahora resulta que le van esos procedimientos.
Ella mantuvo silencio un rato mientras Rafa
llevaba una mano a la cabeza y después otra, en su típico gesto cuando se ponía
nervioso.
En la televisión un grupo juvenil bailaba y
cantaba una canción pegadiza, machacando un estribillo: “Tienes que acatar la
norma del Statu Quo, viva el Statu Quo”.
Rafa, señaló la televisión y volvió a
dirigirse a ella.
–Usted cree que hay que acatar el Statu
Quo, por descontado… Porque se ha adaptado extraordinariamente.
Marcy se declaró, de una vez, molesta con
su amigo, que no aceptaba las razones que ella le daba.
–¡Mira, don perfecto!, qué sabrás tú del
mundo de la empresa, ¡no es tan fácil como tú crees!
Aquel mote acabó por enrabietar al bedel.
–¿Usted qué sabe de mí? Llega, me tiene a su servicio, me maneja como
a un perrillo, ¿cree que no me doy cuenta? No sabe por lo que yo he tenido que
pasar…
La seriedad de él la alertó, Rafa iba a
confesarle algo.
–Sabe que murió mi novia, ya le dije yo,
pero no le conté como había sido. Ella falleció en un accidente de tráfico, yo
conducía, borracho. Todos tenemos algo, señorita, ¿cree que ha sido fácil para
mí vivir con esto? Mayormente, no me llame don perfecto nunca más.
Era la primera vez que tenían una
discusión.
En pocos minutos él recogió sus cosas y se
dirigió a la salida de la vivienda. Ella apenas pudo balbucear alguna disculpa.
–Te llamo mañana, Rafa –fue lo único que acertó
a decir en el quicio de la puerta.
Él pareció recapacitar y, pensativo, volvió
la cara hacia ella, los ojos brillantes y la voz temblona, y recompuso a duras
penas su habitual temple.
–Mil disculpas, señorita, se lo ruego, he
perdido los estribos. Yo no soy quién para juzgarla. Usted me ha devuelto a mí
la vida, no puedo volverme en su contra. Mil perdones, señorita ¡Mil perdones!
Soy un ingrato.
El bedel se llevó las manos a la cabeza y
deambuló un rato como perdido.
Ella se le acercó, le rodeó por la cintura,
y se apoyó contra su pecho.
–Tuvo que ser horrible para ti todo
aquello, Rafa, pero todos hemos cometido errores, todos, ¿vale? Algún día repasamos los míos.
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