De pronto, Román, ya bastante ebrio,
derramó la botella de vino que tenía delante y comenzó a secar el líquido caído
sobre el mantel con su propia servilleta. Tomó ésta, ya bien impregnada y
tintada por el vino y, lleno de rabia, se la lanzó en toda la cara a Manele,
mientras se ponía de pie con dificultad.
–Sinvergüenza –le dijo–, a ti te voy a
partir el alma.
Todos quedaron en silencio, incluso los
niños que, asustados, se dirigieron hacia sus madres, a refugiarse.
Manele se puso en pie, enfrente de su
oponente.
–¿O es que te voy a tener que pasar así
como así quitarme a mi mujer? ¡Sal ahí fuera, canalla, que te voy a reventar!
–continuó Román.
Se apartó de la mesa y se encaminó hacia la
salida, que ya los niños habían dejado libre.
Lucas farfulló unas palabras de calma hacia
Román, el cual giró sobre sí mismo para ver si su rival le seguía. Manele
inició la marcha detrás de él, con talante serio, pero determinado a hacer lo
que su antiguo socio le estaba pidiendo, mientras no le perdía de vista ni un solo
instante.
Román retomó el movimiento de salida, medio
tambaleante, cuando, al bajar los escalones, perdió pie y se derrumbó hacia
atrás de manera brutal, dando un tremendo golpe su cabeza contra el bordillo
del primer peldaño. El golpe resonó en toda la sala y él quedó yerto, inmóvil,
deslizándose por su propio peso, escaleras abajo, hasta quedar detenido, como
muerto.
Los demás se agitaron a su alrededor. Un
hilo de sangre caía por el orificio auditivo izquierdo, formando pronto un
pequeño charco en el suelo.
–¡Llamen una ambulancia, por favor!,
¡llamen! –gritó Isabel fuera de sí.
–Es rotura de cráneo, fijo –dijo Lucas con
seguridad–. Cuando sale sangre del oído ponte en lo peor.
Manele, en derredor del herido, parecía no
saber como reaccionar. La mirada del caído, con los ojos abiertos, petrificaba.
Apartaron a los niños para que no vieran lo sucedido.
–Sólo está un poco malito, se ha mareado
–explicó Marcy a los pequeños.
Cuando llegó el servicio de emergencias
sólo habían trascurrido unos diez minutos. Rodearon al enfermo y chequearon su
estado con la facilidad de quienes se enfrentan a diario con la muerte y
empezaron a medicarlo a través de un catéter.
–Trauma craneoencefálico. Posible fractura
de cráneo. Estado de coma –dijo el médico. Lo instalaron en una camilla y
salieron a toda prisa hacia el Hospital Central de Greda.
Determinaron con rapidez que Laura y Lucas
llevaran a su casa a los niños, mientras Manele, con Isabel y Marcy, tomaron un
taxi, el cual siguió con agilidad a la ambulancia hacia el centro sanitario.
Cuando llegaron al Servicio de Urgencias el
herido ya estaba siendo atendido por los galenos y les indicaron que debían
esperar información en la sala de familiares. Al poco tiempo el jefe de la
unidad solicitó que pasaran los tres a una salita.
–Tengo que saber qué es lo que ha ocurrido,
señores –preguntó.
–Una caída fortuita, doctor. Una verdadera
desgracia –respondió Manele con convicción.
Las mujeres confirmaron el hecho. El médico
explicó que el escáner indicaba hemorragia cerebral y fractura de base de
cráneo, de un pronóstico incierto.
Isabel rompió a llorar mientras el
especialista reveló que el tremendo golpe asestado por el borde del escalón
había causado un trauma muy grave y que podría incluso fallecer en las horas
siguientes.
–No hay duda acerca de la causa accidental,
por los datos de la exploración y el informe de ustedes. No hay indicio alguno
de violencia, pero debo dar parte al juzgado. Señora, haremos por él todo
cuanto nos sea posible, ingresará en intensivos.
La rubia se desplomó en los brazos de Marcy
y ésta, olvidando por un momento el pasado, la consoló.
No habían pasado más de tres horas de su
ingreso en el hospital cuando los padres de Román llegaron desde Lederia en su
jet privado.
No cruzaron palabra con los amigos que
esperaban consternados a la puerta de la unidad de intensivos, y entraron con
autoridad en la consulta médica. Iban acompañados por un hombre que vestía un
elegante traje y portaba una cartera de trabajo. Ni siquiera se dirigieron a
Isabel. Marcy pudo observar, a través de la rendija de la puerta del despacho
del médico, cómo éste daba explicaciones con aire de preocupación, mientras los
recién llegados le exigían, pero al poco la puerta se cerró con estrépito y no
se enteró de nada más.
–La llevaré a casa, Manele –dijo Marcy–, tú
puedes quedarte aquí por si sucede algo, nos comunicamos por el móvil.
Salieron las dos hacia la casa de Isabel en
un taxi, en cuyo trayecto Marcy avisó a los familiares de ella para que
acudiesen a hacerle compañía.
Había que buscarle ayuda, pero Marcy ya
había cumplido su cometido. Era suficiente, más que suficiente.
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