Recordaba que Rafa y García le habían
hablado de los Totale. Si era la organización que estaba detrás del reportaje
que León la había hecho visionar en el hotel, no cabía duda de que, como él
mismo había dicho, los Totale no tenían límites.
Desde que vio aquella película apenas podía
dormir, haciendo cargos continuos de un lado y del contrario, para poder tomar
una determinación tan extrema. Era terrible pensar que para que su padre
viviera otro ser humano debía morir. Aquello sí que era para volverse loca.
Pero tenía que decidir con audacia, de otra
manera su padre moriría sin remedio.
La película consistía en la grabación de la
última operación realizada en una clínica enorme de aspecto futurista. No se
podía distinguir la cara de los empleados, cubierta por mascarilla quirúrgica y
gafas grandes, portaban un gorro de estampados coloridos, e iban enfundados de
arriba abajo con vestimenta de color blanco.
Eran todos iguales.
Se veía la llegada del preciado órgano, un
corazón que latía en medio de un líquido transparente y que extrajeron con
rapidez de una nevera portátil. No se explicaba su procedencia.
Marcy pensó, con horror, que hacía menos de
dos horas que el órgano había sido extraído de una persona viva y que, en ese
momento, en algún lugar del mundo, un cadáver yacía en una mesa de quirófano
con un hueco vacío donde antes palpitaba aquel corazón.
–No hay tiempo que perder, doctores –dijo
uno, inspeccionando la pieza.
El enfermo que iba a ser intervenido estaba
preparado, anestesiado, enfriado, con el campo quirúrgico dispuesto y el
esternón abierto. La máquina de circulación extracorpórea trabajaba con
eficacia para mantenerle vivo durante la operación.
Con una pericia y facilidad como Marcy
jamás se hubiera imaginado, el cirujano, en pocos cortes precisos, separó el
corazón enfermo del cuerpo del paciente y lo depositó en una bandeja de metal.
Tomó el corazón sano y lo colocó en el hueco.
Los ayudantes se lanzaron, al unísono, a
efectuar las suturas con una velocidad asombrosa.
–Ya está. Ha quedado perfecto –dijo el que
parecía el cirujano jefe–. Ahora vamos a regarlo. Retiren la extracorpórea.
El perfusionista comenzó a bajar la función
de la máquina poco a poco, mientras la sangre corría por las cavidades del
corazón recién implantado que bombeaba con facilidad bajo estímulo eléctrico.
–Ahora, a calentarlo. Vete despertándolo en
cuanto lo cierren.
Los cirujanos se estrecharon las manos.
–La intervención ha sido un éxito –dijo el
jefe del quirófano, y se retiró con su séquito detrás.
Unos auxiliares que parecían más jóvenes se
quedaron cerrando el tórax del operado.
El anestesista inyectó varias drogas a
través del catéter y al poco rato el paciente se empezó a mover.
En sus trajes sólo unas leves salpicaduras
de color rojo intenso daban fe de lo sucedido antes de que apareciera la
palabra fin en la grabación.
Sacudió la cabeza queriendo espantar
aquellas imágenes y se tomó el enésimo café en la cafetería del sanatorio.
Había pedido a Raúl unas vacaciones
adelantadas para poder estar al lado de su padre durante los días que se habían
anunciado como los últimos de su vida, a pesar de que no podía acceder a la
sala de cuidados intensivos más que un breve tiempo cada día, y pasaba las
horas, con su madre, en las salas de espera y en el bar del hospital.
Estaba en estado de shock, y sólo quedaba
esperar cuánto podría resistir así. Los médicos hablaban de, como mucho, diez
días.
No quedaba otro remedio más que hacerse a
la idea.
Por fortuna tenía unos hijos, una profesión
en qué apoyarse, y tenía a Raúl, a Rafa y a Arcadia. La inmigrante se había
convertido en una hermana para ella y se ocupaba de Pablo y Manu a la perfección.
Y le quedaba su madre.
No tenía nada de qué preocuparse más que de
la duda que la corroía por dentro desde que vio aquella película.
Todas las noches soñaba con ella.
Y el tiempo se estaba agotando.
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