Cogió su coche a primera hora y dejó a los
niños a la puerta de su escuela. Dos horas más tarde estaba en la entrada de la
propiedad vinícola. Pulsó el timbre del portero automático.
–Soy Marcy.
Al otro lado nadie contestó, pero comenzó a
abrirse la reja corredera terminada en agudas lanzas, de unos cinco metros de
ancho, que daba acceso a la propiedad.
Continuó por el camino recto, asfaltado,
que desembocaba en la puerta principal de la vivienda, flanqueada por dos
robustas columnas de piedra blanca con vetas marmóreas, de estilo dórico.
Aparcó el coche y se dirigió a la entrada.
La vivienda y las naves anejas, destinadas
a la producción del vino, estaban rodeadas por una vasta superficie de viñedos.
Estaban en plena vendimia.
Marcy conocía a la perfección los ritmos de
la bodega y el procedimiento para obtener el vino. Los operarios estaban
recogiendo en cestas los racimos repletos de preciosas uvas moradas y los
vaciaban en carretas que entraban a descargar en la nave. Oyó el traqueteo de
la máquina despalilladora. Los primeros caldos ya estarían ahora en los
depósitos de fermentación, notaba el olor característico.
Llamó a la puerta enorme, de madera,
dividida en cuarterones, picando con fuerza la aldaba de hierro forjado.
“Esta gente es forofa del hierro, como
los hombres primitivos”.
Su suegra le abrió la puerta y la invitó a
pasar al recibidor, amplio, con el suelo revestido de cerámica geométrica, y
decorado con unas plantas colgantes, exuberantes y bien cuidadas, colocadas en
pedestales, que atenuaban el calor.
Recordaba que su suegra era maniática de la
limpieza y que quitaba el polvo a las plantas, hoja por hoja con un producto
especial. Manele siempre decía que su madre era tan limpia como los chorros del
oro.
Se saludaron con dos besos en las mejillas
y pasaron a la sala donde se hacía la vida cotidiana, en la planta baja. Su
suegro, un enfermo diabético, apocado, estaba sentado en una silla y apoyado
con los codos en una mesa de comedor grande y redonda mirando al vacío. No se
levantó cuando entró su nuera, parecía demente.
–Te agradezco que hayas venido. Ya ves que
padre no se encuentra bien, así que todo quedará entre nosotras. Será lo mejor.
Siempre le habían llamado así, padre, sin
más.
Marcy permaneció a la espera. La otra
adoptó de pronto un aire furioso.
–Óyeme bien, espero que ni se te ocurra,
que ni se te ocurra –recalcó con lentitud–, ir contra mi hijo.
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