Los niños llegaron al día siguiente en un
taxi, sin el menor signo de perjuicio. Marcy los abrazó, al límite de la
asfixia. Encontró a Pablo tan mayor como si llevara mucho tiempo sin verlo, tan
serio y tan responsable como un hombre hecho y derecho. El pequeño, Manu, el
mismo trasto de siempre.
Sintió un amor casi doloroso por sus hijos.
El mayor le tendió una carta que llevaba
escrito: “Marcy”.
–Me la dio papá, es para ti.
La abuela estaba ansiosa por verlos y los
acaparó pronto, presentándoles una bandeja de bollería que ella misma había
preparado. Fueron detrás de ella hacia la cocina y Marcy se quedó parada,
mirándolos, tan orgullosa que hubiera querido detener el tiempo para que no se
hicieran grandes, para tenerlos siempre a su lado.
Abrió el sobre y leyó una nota de Manele,
escrita con muy mala letra, que decía: “Tenemos que hablar. ¿Podéis recibirnos
mañana en Greda? Confírmamelo. Es urgente”. Y Marcy cogió su teléfono móvil
para contestar.
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