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martes, 10 de abril de 2012

Marcy (37)


Después de salir del hospital, tras pasar unas horas con su padre, entró en la biblioteca, un día cualquiera, para ojear alguna revista; de improviso, se sentó frente a un ordenador y buscó la Universidad de Greda, tal y como Nacho le había sugerido.
En casa, sólo Manele tenía permitido manejar el ordenador con internet, que controlaba con sus claves particulares.
Revisó los cursos de postgrado y másteres que se ofrecían, y que le sonaban tan raros como si ella no fuera una licenciada en Ciencias de la Empresa y no conociera la universidad ni por fotografía.
Y no podía culpar sólo a Manele de aquel atraso; ella había malgastado su tiempo, se había dado al juego, se había escondido detrás de sus hijos.
De una ojeada a su reloj comprobó que el tiempo había volado. Cogió su coche y fue a toda prisa a recoger a los niños al colegio sin hacer mucho caso de ellos. Tenía una determinación fija en su cabeza.
Entró en casa y se dirigió a la cocina, tomó unas fuertes tijeras de hoja de sierra, buscó en su bolso las tarjetas de crédito y, una a una, las cortó en mil pedazos, y las arrojó a la basura.
Como cazadora furtiva, al día siguiente, se acercó a la facultad donde se había licenciado para informarse en persona acerca de los másteres. Entró en el hall principal, circular, y se giró en redondo hasta que vio, en el mostrador de información, a un antiguo conocido. Era el mismo bedel de su época de estudiante, rubio, de ojos azules, de una edad algo menor que la de ella. Estaba igualito que entonces, como conservado en formol. Se dirigió a él de frente.
–¡Pero bueno, Rafa! ¿No has terminado la carrera todavía? –le dijo bromista.
–¿Marcy? ¿Es usted, señorita? Sí, indudablemente, por descontado que la reconozco, la misma que me encargaba las fotocopias con tanta amabilidad. Los estudiantes de ahora no son lo que eran ustedes –contestó él, sonriente, mientras se llevaba una mano a la cabeza repetidas veces.
“Un chico lleno de manías, pero un perfecto caballero”.
La dirigió a la secretaría, de la que ella apenas recordaba su ubicación, y de la que salió, un rato después, portando una multitud de papeles e impresos para cubrir.
–Cualquier cosa que necesite, ya sabe donde estoy, señorita.
Y lo dejó allí, en su puesto, afanándose en sus tareas, con su cabeza rubia sobresaliendo apenas por encima del mostrador.
A pesar del escaso tiempo que había estado aquella mañana en el centro académico, lo abandonó con una impresión de familiaridad, como si no hubieran transcurrido los quince años pasados desde que saliera un día con su título en el bolsillo.

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