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martes, 17 de abril de 2012

Marcy (38)

Desde que Manele anunció su visita, para finales de enero, Marcy se contagió de la ansiedad de sus hijos y pasaba las noches en vela, como cuando eran novios, enamorada perdida, disculpándole sus fallos, perdonándoselo todo, fantaseando con un nuevo encuentro lleno de romanticismo.
Hasta le vinieron ganas de gritarle su amor al teléfono, cuando él llamaba para hablar con ella y con los niños, ganas de volverse una mujer de esas lloronas, desesperadas, mendigas de cariño. Por eso procuraba hablar poco, fingir algo desapegada, a ver si así él mordía el anzuelo.
Y se torturaba imaginando unas intimidades con Sonia que la volvían loca de celos.
Estaba acostumbrada a que las mujeres lo desearan, pero ahora se lo estaban disputando de verdad.
Tenía que preparar un contraataque en toda regla.
Y la visita sería inolvidable, lo planearía todo al más mínimo detalle.
El anhelado día de la llegada de Manele, salió a recogerlo al aeropuerto, acompañada de los niños, a los que había equipado con alegre ropa deportiva. Tomaron su vehículo y al cabo de diez minutos llegaron al aparcamiento.
Le costó trabajo contener la euforia de los pequeños para cruzar la calle con la debida precaución; y nada más entrar en el gran edificio, salieron disparados hacia la cristalera desde donde se divisaban las pistas, con su madre marchando despacio, detrás de ellos. Los chiquillos miraron ávidos las aeronaves, palmeando sobre la superficie transparente, porfiando entre ellos por saber cuál de ellas traería a su papá.
–¡Papito! ¡Míralo, mami! Está allí saliendo del avión –Manu chilló, entusiasmado.
Qué mal llevaba Marcy la algarabía que montaba el pequeño, le hubiera dado un bofetón de buena gana, pero la imagen de su marido atrajo toda su atención.
Le miró embobada bajar la escalerilla y avanzar con paso firme, con su habitual desenvoltura, desplegando su atractivo de la manera más casual, tan característica de él.
Marcy había preparado el encuentro al máximo. La noche previa se había sumergido en un baño de espuma y tratado su cuerpo dándose una crema de fino perfume. Puso especial atención en la perfección de su piel notando que, sin proponérselo, había perdido algo de peso, quizá por la actividad de los últimos días. Su cintura se había achicado y en la cadera se dejaban notar los huesos con suavidad. Estaba contenta con el cambio.
Aquella mañana del regreso de Manele se había vestido de manera muy sencilla con falda larga oscura y chaquetilla de punto color crema, recogiéndose el pelo en una coleta tirante. Apenas se maquilló, salvo un suave brillo en los labios y se perfumó con colonia a granel. Ninguna joya salvo los zarcillos de perlita blanca y la alianza de oro que llevaba a diario. A su marido no le gustaban los arreglos llamativos, al menos en ella.
Había preparado varios platos con el mayor cuidado y los había metido a congelar para contar con tiempo libre para su marido, y tampoco olvidó coger del trastero unas botellas de vino, de las mejores de la bodega de sus suegros, que dejó enfriando en la nevera.
Quería recuperar con Manele aquella perfecta unión familiar que hubo alguna vez, hacerle sentir las delicias del hogar, la buena comida y la alegre compañía de los niños y de una esposa solícita. Debía mantenerse serena y confiada. Además, poco después de su traslado, su marido le había enviado un ramo de flores, por sorpresa; tenía aquellos detalles extraordinarios que tanto le encantaban a ella, sobre todo después de alguna de sus peleas de enamorados. Rememorando la ilusión de aquel regalo vio a Manele franquear la puerta automática de salida de pasajeros.
Mientras los niños corrían en su dirección, ella se quedó a cierta distancia esperando la mirada de él.
La saludó, formal, casi sin tocar su cara la de ella, mientras los pequeños le tironeaban de la ropa, saltando a su alrededor.
–Chicos, ¡que haya calma!  En cuanto lleguemos a casa ¡se desvelará el misterio!
La expresión traviesa que dirigió a los niños se tornó en una súbita dureza al pasar por los ojos de Marcy. Ella sintió cómo aquel acero enfriaba todo su cuerpo.
Es normal, llevamos un tiempo sin vernos”.
Se montaron en el vehículo, del cual Manele tomó la dirección, sin vacilar, después de depositar el equipaje en el maletero. Durante el trayecto, los pequeños, pendientes del gran regalo, no pararon de hablar con su padre, de tanto como tenían atrasado. Mientras, los mayores apenas cruzaron dos palabras de cortesía.
–Y el abuelo, ¿cómo está?
–Mejorando, cariño; todavía está en el hospital, pero va mejorando.

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