Tenía que ir a
ver a su padre enfermo, lo sabía, pero entrar en la vivienda, casi convertida
en un hospitalillo, abarrotada de medicinas, y verle enganchado a la botella de
oxígeno, le daba pánico. Estaba tan consumido que apenas abultaba su cuerpo
sobre la cama.
Los médicos se
habían pronunciado, la única alternativa era el trasplante. De buena gana ella
misma, en un arranque de valor, le hubiera abierto el pecho con un cuchillo de
la cocina y le hubiera cambiado su pobre corazón por otro nuevo, que hubiera
ido a buscar al fin del mundo.
Pero la vida se
le escapaba y él ya no podía luchar contra aquello.
Se percibía el
olor de la muerte.
Marcy se daba
cuenta de todo con amargura, pero nada se podía hacer salvo aliviar en lo
posible los sufrimientos que padecía.
Amelia, además,
estaba preocupada por el matrimonio de su hija después de la precipitada marcha
de sus nietos.
–¿Qué ocurre
hija? ¿Pasa algo malo entre vosotros? ¿Y los niños?
–Nada mamá, ya
sabes, peleas de pareja, sin importancia.
Pareja sin importancia,
eso sí que era verdad.
Su madre ya tenía
bastante para ella y no quería angustiarla más con sus problemas.
–Mamá, todo va
bien, tengo la empresita con Arcadia, estoy haciendo el master, tengo amigos,
los niños están bien y os tengo a vosotros, ¿qué más se puede pedir, mami?
Continuó
fingiendo una felicidad que no sentía.
–Estoy en lo
mejor, con cuarenta años, ¡dicen que es cuando la vida empieza de verdad! Lo
único que quiero, más que nada en el mundo, es que papá no sufra, eso es lo
importante, mami.
–No sé, hija,
acuérdate de que un marido a tu lado vale mucho –remachó Amelia.
En un momento en
que su madre estaba sentada al lado de la cama del enfermo, en el sillón que
siempre ocupaba para hacerle compañía, Marcy sacó con sigilo la estatuilla de su
bolso y la restituyó a su lugar original. A pesar del cuidado que puso, no pudo
evitar que varios objetos se derrumbaran como un castillo de naipes, y el
estrépito atrajo a su madre al quicio de la puerta del salón, desde donde lanzó
a su hija una mirada fija, acusadora.
–Estaba mirando
unas fotografías…
Odiaba más que
nada en el mundo la censura de su madre. Pero Amelia se limitó a preguntarle de
nuevo por los niños.
–Como todos los
veranos, están en el campamento, puedes llamarlos allí si quieres.
–Sí, hija, lo
haré. Y tú, ¿a que estás actuando bien? No me gustaría que te metieras en líos
por culpa de esa manía de trabajar. Estabas muy bien en tu casa con tu marido y
tus hijos.
–¡Mami, venga ya!
Eso es cosa de otros tiempos, ahora tengo que aprovechar la carrera que
vosotros me habéis dado con tanto esfuerzo.
La madre lo
aceptó a regañadientes.
Cuando se
despidieron, Marcy quedó con la impresión de que los miedos de la madre y los
suyos propios se parecían bastante.
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