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lunes, 14 de julio de 2014

Marcy (155)


Recordaba que Rafa y García le habían hablado de los Totale. Si era la organización que estaba detrás del reportaje que León la había hecho visionar en el hotel, no cabía duda de que, como él mismo había dicho, los Totale no tenían límites.
Desde que vio aquella película apenas podía dormir, haciendo cargos continuos de un lado y del contrario, para poder tomar una determinación tan extrema. Era terrible pensar que para que su padre viviera otro ser humano debía morir. Aquello sí que era para volverse loca.
Pero tenía que decidir con audacia, de otra manera su padre moriría sin remedio.
La película consistía en la grabación de la última operación realizada en una clínica enorme de aspecto futurista. No se podía distinguir la cara de los empleados, cubierta por mascarilla quirúrgica y gafas grandes, portaban un gorro de estampados coloridos, e iban enfundados de arriba abajo con vestimenta de color blanco.
Eran todos iguales.
Se veía la llegada del preciado órgano, un corazón que latía en medio de un líquido transparente y que extrajeron con rapidez de una nevera portátil. No se explicaba su procedencia.
Marcy pensó, con horror, que hacía menos de dos horas que el órgano había sido extraído de una persona viva y que, en ese momento, en algún lugar del mundo, un cadáver yacía en una mesa de quirófano con un hueco vacío donde antes palpitaba aquel corazón.
–No hay tiempo que perder, doctores –dijo uno, inspeccionando la pieza.
El enfermo que iba a ser intervenido estaba preparado, anestesiado, enfriado, con el campo quirúrgico dispuesto y el esternón abierto. La máquina de circulación extracorpórea trabajaba con eficacia para mantenerle vivo durante la operación.
Con una pericia y facilidad como Marcy jamás se hubiera imaginado, el cirujano, en pocos cortes precisos, separó el corazón enfermo del cuerpo del paciente y lo depositó en una bandeja de metal. Tomó el corazón sano y lo colocó en el hueco.
Los ayudantes se lanzaron, al unísono, a efectuar las suturas con una velocidad asombrosa.
–Ya está. Ha quedado perfecto –dijo el que parecía el cirujano jefe–. Ahora vamos a regarlo. Retiren la extracorpórea.
El perfusionista comenzó a bajar la función de la máquina poco a poco, mientras la sangre corría por las cavidades del corazón recién implantado que bombeaba con facilidad bajo estímulo eléctrico.
–Ahora, a calentarlo. Vete despertándolo en cuanto lo cierren.
Los cirujanos se estrecharon las manos.
–La intervención ha sido un éxito –dijo el jefe del quirófano, y se retiró con su séquito detrás.
Unos auxiliares que parecían más jóvenes se quedaron cerrando el tórax del operado.
El anestesista inyectó varias drogas a través del catéter y al poco rato el paciente se empezó a mover.
En sus trajes sólo unas leves salpicaduras de color rojo intenso daban fe de lo sucedido antes de que apareciera la palabra fin en la grabación.
Sacudió la cabeza queriendo espantar aquellas imágenes y se tomó el enésimo café en la cafetería del sanatorio.
Había pedido a Raúl unas vacaciones adelantadas para poder estar al lado de su padre durante los días que se habían anunciado como los últimos de su vida, a pesar de que no podía acceder a la sala de cuidados intensivos más que un breve tiempo cada día, y pasaba las horas, con su madre, en las salas de espera y en el bar del hospital.
Estaba en estado de shock, y sólo quedaba esperar cuánto podría resistir así. Los médicos hablaban de, como mucho, diez días.
No quedaba otro remedio más que hacerse a la idea.
Por fortuna tenía unos hijos, una profesión en qué apoyarse, y tenía a Raúl, a Rafa y a Arcadia. La inmigrante se había convertido en una hermana para ella y se ocupaba de Pablo y Manu a la perfección. Y le quedaba su madre.
No tenía nada de qué preocuparse más que de la duda que la corroía por dentro desde que vio aquella película.
Todas las noches soñaba con ella.
Y el tiempo se estaba agotando.

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