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lunes, 8 de diciembre de 2014

Marcy (176)

Al finalizar la visita subieron de nuevo al cuatro por cuatro para ir al hotel, que distaba un par de horas del poblado. Era tan sencillo que disponía sólo de las comodidades más elementales, pero a Marcy, agotada por la travesía, tomar una simple ducha, comer y descansar en una habitación con aire acondicionado, le pareció un lujo impagable.
Desde la ventana de su habitación se divisaba un inmenso mar de dunas que, con el caer de la tarde, iba adquiriendo todas las tonalidades del rojo.
Marcy notó sus ojos secos, irritados. Una empleada les suministró un colirio y Raúl se apañó para colocarle dos gotas en cada ojo. Ella parpadeó con fuerza y lo miró despacio, su cara colocada sobre la de ella, con sus ojos verdes que la miraban con su característica suavidad.
Aún en ropa interior se apreciaba la clase del director general. Marcy le profesaba una admiración que bordeaba la idolatría.
Cómo podré tener a éste hombre sólo para mí, en este lugar de ensueño”, ese pensamiento le produjo una felicidad casi dolorosa. Como un miedo a perderlo todo. Como si quisiera que aquel momento no acabara nunca.
–Ahora que estás mejor, ¿vamos a ver las dunas? –dijo él.
–Por mi perfecto.
Se echaron por encima unas túnicas blancas que había en el cuarto de baño y se calzaron unas babuchas de colores. Salieron al exterior y se acercaron a un tenderete donde había unas pocas mesas y unos cojines gruesos y redondos desperdigados por el suelo. El camarero les sirvió té en unos vasitos de cristal.
Se sentaron a la entrada para ver la puesta de sol y, cuando se hizo de noche, Marcy pudo ver el cielo más estrellado que había visto en su vida.
Se había levantado un frío de mil demonios. El cogió una toalla grande de un montón que había en un estante.
–Me estoy helando –dijo ella, tiritando.
–Ven para acá.
Él estaba de pie, se había tirado la toalla encima, y la tenía sujeta por dos esquinas como si fuera una capa, con los brazos extendidos. Ella se levantó y se arrimó a él. Raúl la abarcó por entero con la toalla y quedaron envueltos los dos en medio de la oscuridad y del más absoluto silencio. Sólo dos corazones latiendo pegados, piel con piel y el leve murmullo de su respiración. La cabeza de ella apoyada en el pecho de él.

No había otro lugar mejor en el mundo donde tener apoyada la cabeza.

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