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lunes, 2 de febrero de 2015

Marcy (184)





Fue imposible llegar a saber con certeza si aquel incendio fue, de verdad, un mero accidente, o fue provocado. Las pruebas, en caso de haberlas, habían quedado calcinadas entre el amasijo de hierros negros y retorcidos en que había convertido el coloso.
Se informó como causa el cortocircuito detectado por el ordenador central.
Marcy no las tenía todas consigo, pero sus trabajos en el Departamento de Ayuda al Desarrollo fueron distrayéndola de sus sospechas.
Allí estaba, en el Trass Building otra vez.
La Duxa había decidido ocupar, y equipar el edificio, por el que aún rodaban algunos restos de mobiliario desvencijado y polvoriento, usado por Lank Corporate, que no habían conseguido vender.
Aquel día su hijo mayor, Pablo, se había empeñado en acompañarla, mientras el pequeño se había quedado en casa, con la abuela. El chico quería ver a toda costa la nueva oficina de su mamá. En los últimos meses Pablo había pegado un estirón considerable y ya era casi tan alto como su madre. Marcy sabía cómo le gustaba a su hijo mayor que le seleccionara así y que, de vez en cuando, compartieran un tiempo a solas. Después irían a tomar una hamburguesa.
Desde que había crecido se sentía aún más unida a Pablo.
Pablo y Marcy entraron, junto a otros empleados y al director, al Trass Building.
Había que organizar el reparto de los huecos. Ella se dirigió, derecha, a su antigua oficina, como atraída por un imán. No era capaz de asumir en su cabeza lo que estaba sucediendo. Miró el lugar que ocupaba, como becaria en prácticas. Recorrió el despacho de Nacho, donde sólo había un fichero desvencijado, con los cajones medio arrancados.
Observó las manchas lineales en la pared, dejadas al quitar los cuadros, el hueco donde Nacho tenía el fax.
Volvió a su antiguo despacho.
Pablo venía siguiéndola.
–Éste fue mi primer puesto de trabajo, qué feo, ¿no? Hay que limpiarlo a fondo.
Le hizo gracia ocupar aquel mismo lugar.
Al poco entró Raúl, que ya había terminado de asignar los espacios para los demás directivos.
Sus hijos ya conocían a Raúl, ya habían acudido varias veces a verla al Zeol y se lo había presentado.
–Hola señor director –dijo Pablo, que ya había cambiado la voz.
–Aquí, ayudando a mamá, como debe ser. Esto va a necesitar una buena brigada de limpieza –dijo Raúl, intentando ver a través de los cristales.
–Eso tiene fácil remedio –dijo Marcy–. A ver qué te parece, Pablete, si invitamos a este señor a una hamburguesa.
–Una doble súper burguer, como cuando era estudiante. No puedo resistirme –respondió Raúl–. ¿Me invitas, Pablo? Estoy muerto de hambre.
El chico parecía todo azorado, miró a la madre interrogante.
–Vamos a llevárnoslo, Pablo, pobrecito. Pero que invite el jefe, ¿no?
Y enganchó el brazo de su hijo saliendo de su oficina.
Raúl rió, divertido, y les siguió.

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