Estaban ya en la autopista, cerca de la propiedad vinícola. Ya veían
la vivienda, las naves, el porche, el camino y la verja de entrada.
–Si éste nos pregunta si entramos en el negocio, ¿qué decimos?
–preguntó Raúl.
–Tú qué crees.
–Quizá nos haga falta algún terreno para el experimento, podemos
escogerlo hoy mismo –dijo él, como por casualidad.
–Perfecto –respondió ella.
Llamó al timbre de la entrada y se abrió el portón metálico.
Se fijaron en que las vides ya tenían savia nueva en sus troncos
retorcidos, hojitas pequeñas enganchadas a sus ramas.
Condujo despacio, por el camino recto, despacio, para poder
contemplarlas a placer.
Aparcaron y salieron del vehículo.
En el porche un obrero, que Marcy conocía, estaba preparando pintura
para la fachada de la vivienda, en un bote grande, mezclando una base de color
blanco con un poco de azul, apenas un tenue velo de color que ni se percibía.
Cogió una brocha y dio unas pasadas en la pared.
–¿Le gusta el color, señorita? Queda muy bien con el rojo de la
tierra.
–¡Me gusta mucho! ¡Me encanta! –respondió ella–. ¿Está Manele?
Antes de que el obrero contestara salió el heredero de la propiedad,
acompañado de su novia, y saludaron a los recién llegados.
–Hay que renovarse –dijo Manele, observando el color nuevo.
Marcy le pidió la brocha al hombre, dio unas pasadas y se la devolvió
a su dueño.
–A mí también me gusta ese tono –dijo Raúl.
–Y a mí –dijo la novia de Manele.
Pasaron uno tras otro al interior de la vivienda, dejando que afuera
los viñedos continuaran con su trabajo silencioso, poderoso, milenario,
dirigido por los ardientes rayos del sol.
FIN